Vida de Fe

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

En distintos momentos (Lc 24, 13-35) advierte Jesús que aceptar su doctrina reclama la virtud de la fe por parte de sus discípulos. Lo recuerda de modo especial a sus Apóstoles; a aquellos que escogió para que, siguiéndole más de cerca todos los días, vivieran en condiciones de difundir su doctrina. Serían responsables de esa tarea, de modo especial, a partir de su Ascensión a los cielos, a partir del momento en que ya no le vería la gente, ni ellos contarían con su presencia física, ni con sus palabras, ni con la fuerza persuasiva de sus milagros.

        Metidos de lleno en la Pascua, tiempo de alegría porque consideramos la vida gloriosa a la que Dios nos ha destinado, meditamos en la virtud de la fe. Le decimos al Señor como los Apóstoles: auméntanos la fe, concédenos un convencimiento firme, inmutable de tu presencia entre nosotros y, por ello, de tu victoria, por el auxilio que nos has prometido. Que nos apoyemos en tu palabra, Señor, ya que son las tuyas palabras de vida eterna, como declaró Pedro, la cabeza de los Apóstoles, cuando bastantes dudaron y se alejaron: ¿A quién iremos? --afirmó, en cambio, el Príncipe de los Apóstoles-- Tú tienes palabras de vida eterna.

        A poco de haber convivido con Jesús, todos comprendían que merecía un asentimiento de fe. Si tuvierais fe... Creed..., les animaba el Señor. Era necesario, sin embargo, afirmar su enseñanza expresamente, recordarla y establecerla como criterio básico de comportamiento. Era fundamental tener muy claro que si podían estar seguros, al declarar una doctrina infalible e inefable, era por ser doctrina de Jesucristo: el Hijo de Dios encarnado.

        Todos fueron testigos de los mismos milagros y escucharon las mismas palabras, con idéntica autoridad, con el mismo afán de entrega por todos; y, sin embargo, solamente Pedro es capaz de confesar expresamente la fe que Jesús merece: ¿A quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna. Lo que es de Dios, es para siempre: el Cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán, nos confirmó.

        Queremos tener un convencimiento como el que espera Jesús, como ese que echa de menos en los dos Apóstoles que hoy nos presenta san Lucas, desencantados --con motivo, podríamos pensar-- porque habían sido testigos de lo que consideraban el fracaso de Cristo: en quien confiaban había sido finalmente derrotado, a pesar de sus muchos milagros anteriores, a pesar de que tantas veces había escapado incólume de unos y de otros, a pesar de aquella majestad que le era connatural y que había admirado a todos. Con su muerte, sin embargo, todo lo anterior quedaba en entredicho y el desencanto bloqueaba a los suyos y hacía felices a sus adversarios.

        Pero hoy, por el contrario, se nos presenta Jesús glorioso y vivo como nunca. Con una vida definitivamente inmortal. Esa vida humana y a la vez eterna a la que nos llama reclamando nuestra fe: nuestro asentimiento incondicionado interior y exteriormente; es decir, también con nuestra conducta, con obras que manifiesten nuestra confianza en Dios. Son las obras y la conducta de aquellos dos una vez convencidos de la resurrección, que a pesar de la hora y del desánimo de un rato antes, vuelven a Jerusalén porque es preciso hacer justicia al Señor y a su doctrina. No hay tiempo que perder. En un momento han recobrado el ánimo; y la presencia de los otros Apóstoles reunidos, que también sabían ya por la aparición a Pedro de Jesús resucitado, se lo confirma.

        Con los Doce está María, la madre de Jesús y Madre nuestra, que persevera en oración junto a los discípulos de su Hijo. Ella, que recibió la alabanza de su prima Isabel: bienaventurada tú que has creído..., nos conducirá, si se lo pedimos, a una fe inconmovible para vivir de las verdades que nos ha manifestado Cristo y conducen a la intimidad de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo: la vida a la que nos llama Nuestro Padre Dios en Cristo.