Verdadera caridad

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

Aparte del hecho milagroso que contemplamos de la curación de la suegra de Pedro y los otros milagros que obró el Señor aquel día, en estos pocos versículos de san Marcos (Mc 1, 29-39) notamos también el amor de Jesús por todos. Un amor verdadero, no únicamente hecho de sentimientos, que le lleva a procurar eficazmente el bien de cuantos le rodean; incluso a organizar su actividad para llegar a muchos otros que no le hubieran conocido si Jesús no se les hubiera acercado.

        Como siempre, nos situamos mentalmente junto al Señor y sus discípulos con el deseo de asimilar sus divinas palabras, de aprender cada enseñanza suya, pues, tenemos claro que vino y se prodigó generosamente para nuestro bien. Queremos, así, incorporar en la vida nuestra los modos de Jesús, esas conductas que de Él habían aprendido los suyos. El Evangelio será entonces una realidad viva en nosotros. Comprobaremos que la enseñanza redentora del Hijo de Dios encarnado está presente en nuestras vidas.

        ¿Es el trato con los demás ocasión que aprovecho para procurar su bien expresamente? Porque quizá nos quedamos a veces en una relación con nuestros parientes, con nuestros amigos y conocidos, demasiado fría, técnica, oficial; correcta, sí, pero sin amor; y, en el fondo, a veces indiferente, porque nos interesa poco más, tal vez, que mantener una pacífica convivencia, cuando no lo que obtendremos de ellos, más que ellos mismos. No nos imaginamos, en cambio, a Jesús buscando algo para sí en el trato con la gente, con sus amigos, con sus discípulos, o con la simple preocupación de que no haya problemas. La suegra de Pedro estaba enferma y, nada más saberlo, acercándose, la tomó de la mano y la levantó. Era su actitud ordinaria. Y después le dieron las “tantas” atendiendo a muchos más. El bien del otro: lo que más nos puede enriquecer y que lo logremos, es lo que interesa Jesús.

        Que queramos primeramente el bien de cuantos nos rodean, imitando así la conducta habitual de Cristo. Así se ama con obras, de verdad. Será imprescindible para ello imitarle antes que nada en su oración perseverante. La invocación a su Padre celestial llena la vida de Cristo, antecede y sigue a cada una de sus acciones, que, en sí mismas, también son una oración a Dios llena de eficacia en favor nuestro. Sólo en la intimidad de ese coloquio sincero se entiende que nuestro Creador y Padre cuenta con cada uno.

        Quiere nuestro Dios que, siguiendo los pasos de su divino Hijo, difundamos su amor, procurando lo mejor para el resto de los hombres, sus hijos. En esa misma intimidad de la oración, que colma de bien, como del más precioso tesoro, a la persona, encontramos el optimismo, la fuerza para poder, la paz. También en la oración nos sentimos exigidos, nos vemos responsables ante tanto bien por hacer, notamos la maldad de cada pecado nuestro, de cada falta de amor a Él en el mundo. Y nos duele. Es el dolor de amor. Dolor que es –o, en todo caso, acaba siendo– optimista, lleno de paz, como la oración misma.

        Es en la oración, por otra parte, donde se siente –como una exigencia que compromete la propia conducta– la falta de ideales grandes, sobrenaturales, de tantos que, tal vez muy cerca de nosotros, van y vienen ignorantes de lo que se pierden por no tratar a Cristo. Es parte del dolor de amor propio de la oración. Además de dolernos por ver a Dios olvidado y ofendido, nos pesan cada vez más las almas. Así se expresaba san Josemaría: ¡Qué compasión te inspiran!... Querrías gritarles que están perdiendo el tiempo... ¿Por qué son tan ciegos, y no perciben lo que tú –miserable– has visto? ¿Por qué no han de preferir lo mejor?
—Reza, mortifícate, y luego –¡tienes obligación!– despiértales uno a uno, explicándoles –también uno a uno– que, lo mismo que tú, pueden encontrar un camino divino, sin abandonar el lugar que ocupan en la sociedad.

        Esa compasión, esos deseos de gritar al mundo y los propósitos de mortificación y acción en favor de cada uno, los pone Dios en el corazón de los que rezan de verdad, junto al deseo ardiente de extender el Evangelio como Cristo: Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda?, exclamaba Jesús, ante la tarea apostólica aún por realizar.

        La Madre de Dios y Madre nuestra nos colmará de deseos de ser buenos hijos, dignos hermanos de Jesús.