Un permanente acto de fe

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

En estos días de la historia que nos ha tocado vivir parece imponerse, con una fuerza cada día más imperiosa, la teoría de que debemos vivir únicamente de cara a la realidad palpable. El ámbito estrictamente humano de los fenómenos constatables por el propio hombre sería el único relevante para nosotros. Lo que no se puede medir, aquello de lo que no se puede tener una experiencia sensible, por mucho que se afirme, aunque haya sido aceptado antes por innumerables generaciones, debe ser hoy para muchos irrelevante. El hombre del siglo XXI, para no quiere ser tachado de iluso, ignorante o retrasado debe olvidar –dicen– la palabra a creer. La falta de fe es una actitud que pretenden imponer hoy algunos en ciertos sectores culturales.

        Los relatos evangélicos(Jn 20, 24-29) quedan, por tanto, al margen de esas concepción de la vida humana y del mundo. Se argumenta que, con independencia de si están cargados de razón y de justicia, como narran sucesos extraordinarios, nada convincentes para la razón humana, no se pueden aceptar. Los Evangelios serían falsos puestos que contienen relatos que el hombre no puede entender. Pero si se acepta la afirmación anterior el hombre se coloca a sí mismo como árbitro absoluto evaluador de toda realidad y verdad, y todo terminaría entonces donde acaban las capacidades humanas. Es la consecuencia necesaria si sólo es real lo cognoscible por el hombre.

        Nada más insólito, por alejado de la experiencia, que la vida actual de quien estuvo muerto y enterrado. Pero Tomás no se pudo negar a la resurrección de Jesús: lo estaba contemplando con sus ojos y palpando con sus propias manos. Y el apóstol convencido se desdice públicamente ante los demás, que habían sido testigos hacía poco de su engreída seguridad: si no le veo en las manos la marca de los clavos, y no meto mi dedo en esa marca de los clavos y meto mi mano en el costado, no creeré, había declarado.

        Pero esa lección de Cristo, con ocasión de la incredulidad del apóstol, parece haber sido olvidada por algunos que se dicen en nuestros días maduros. Con una pretendida elocuencia y sabiduría, que más bien parece ingenuidad infantil, afirman tozudamente: "si no lo veo, no lo creo". Y Jesús, que tiene "palabras de vida eterna", para la Eternidad y para todos nuestros días, siguen diciéndonos hoy: bienaventurados los que sin haber visto hayan creído y no seas incrédulo sino creyente. ¿Acaso podrían engañar a Tomás el resto de los Apóstoles? ¿No podría por sí mismo haber comprobado que el sepulcro estaba vacío? Sin duda, María, la Madre de Jesús le hubiera confirmado de inmediato, llena de gozo, la Resurrección de su Hijo.

        También ahora algunos parecen muy convencidos, con la seguridad que les brinda su criterio. En realidad, no es precisamente de hoy ese apego desmesurado a lo propio, que impide al sujeto reconocer lo verdadero y valioso de lo demás. Pero la pérdida que supone esa triste actitud es especialmente lamentable cuando el otro, a quien no se atiende, anuncia con verdad a Dios.

        Se hace muy necesaria en nuestros días una vida humana de fe. Necesita el hombre vivir libre del prejuicio de que la fe empequeñece, recorta la libertad intelectual, disminuye el señorío propio, resta capacidad de iniciativa, nos convierte en elementos informes de una masa impersonal, etc. Muy por el contrario, conocer a Dios, creer a Dios, y de modo particular cuanto ha revelado acerca de los hombres, eleva al creyente sobremanera respecto a los que desconocen cuanto a Dios se refiere.

        Los imperativos de la fe, esos compromisos que reconoce el creyente al aceptar a Dios como Padre, condicionan ciertamente –he aquí el problema inconfesable– la vida personal de todos. Por lo mismo que el que tiene fe considera decisivo reconocer a Dios y la tremenda laguna intelectual que supone para el hombre no advertir su presencia, advierte asimismo que ese Dios Padre de los hombres ha querido amarnos lo indecible, manifestando ese cariño de modo efectivo y permanente, pues, de continuo, tenemos la ocasión de agradarle. El hombre de fe es consciente de que Dios lo ha hecho rapaz de llevar a cabo acciones relevantes ante Él –de categoría divina– con sólo cumplir su voluntad. Lo que condiciona, pues, la vida del creyente en cuanto tal, más que como requisitos condicionantes negativos, se contemplan a los ojos de la fe como ocasiones de auténtico engrandecimiento y acceso a la divinidad y permanente ocasión de alegría y agradecimiento.

        La Madre de Dios y de los hombres, maestra de fe, de esperanza y de amor, nos colme de su alegría –le pedimos–, para saber contagiar a otros –a muchos– del entusiasmo inigualable de creer en Dios.