Un Evangelio para vivir y difundir 

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

En síntesis, asegura Jesús a sus discípulos, en estos pocos versículos de san Marcos (Mc 16, 15-18) que nos presenta hoy la Iglesia en la fiesta de la conversión de San Pablo, dos verdades que deben iluminar existencia de cuantos queremos entregarnos de verdad en la difusión del Evangelio. Por una parte, dice el Señor que su mensaje de salvación es imprescindible para la bienaventuranza eterna del hombre; por otro lado, afirma el poder de la fe en Él, pues, sus fieles serán invencibles, ningún poder temporal les vencerá. La vida del Apóstol de las gentes es un testimonio de vivo de fe en lo uno y lo otro.

        No ofrece el discípulo de Cristo, con su insistente aclaración de verdades reveladas, algo sólo de relativa importancia. Brinda siempre a quienes le escuchan la llave imprescindible para la felicidad eterna, único sentido del esfuerzo humano. Luego, cada uno, debe practicar, ha de poner por obra lo creído: la fe, si no va acompañada de obras, está realmente muerta, asegura el apóstol Santiago. Es preciso primero aceptar por la fe el mensaje de salvación que nos ha traído el Hijo de Dios encarnado. Claro que no se trata de un reconocimiento exclusivamente teórico, como quien aceptara la verdad de una historia antigua que para nada tiene repercusión en su vida. También creen los demonios y se estremecen, concluye el mismo apóstol Santiago, para enseñar hasta qué punto es estéril una fe en Jesucristo que no se manifieste que las obras que Él nos enseñó.

        Por otra parte, lo que transmitimos enseñando en nuestros apostolados en grupo o en conversaciones personales, más concretas, más en confidencia, no es, en modo alguno, una opinión más, ni tampoco cierto modo de ver la vida válido para algunos. No vamos con un planteamiento que, por interesante que resulte, es en todo caso opcional. Pretendemos, sin duda, comprometer la vida de las personas. Como es natural, respetando delicadamente su libertad. Pero deseamos, con un apasionado querer, que nuestros parientes, amigos y conocidos rectifiquen de su vida lo que difiere del ideal cristiano. Así lo pretendemos porque es el querer de Dios para todos los hombres.

        Cada uno de los que meditemos en estas palabras del Señor y somos capaces ya de valorarlas, debemos sentirnos los primeros destinatarios de la exigencia que Jesucristo reclama de sus discípulos. Ante todo les exige: Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. Y, seguidamente, concreta las consecuencias prácticas --por así decir-- de ese Evangelio en quienes lo vivan, y la especial protección que sentirán quienes lo transmitan. Pero, ante todo, lo primordial es llenar el mundo con el mensaje salvador --el único mensaje salvador para el hombre-- que Jesucristo, Señor Nuestro, vino a traer al mundo.

        Preguntémonos, pues, como encarnamos personalmente, en nuestra conducta cotidiana esas enseñanzas, que posiblemente conocemos bien y aconsejamos a otros. "No se da lo que no se tiene", reza la sabiduría popular. Y así sucede en la vida cristiana: Alma de apóstol: primero, tú. —Ha dicho el Señor, por San Mateo: "Muchos me dirán en el día del juicio: ¡Señor, Señor!, ¿pues no hemos profetizado en tu nombre y lanzado en tu nombre los demonios y hecho muchos milagros? Entonces yo les protestaré: jamás os he conocido por míos; apartaos de mí, operarios de la maldad".
        No suceda —dice San Pablo— que habiendo predicado a los otros, yo vaya a ser reprobado.

        Las palabras de san Josemaría nos pueden poner en guardia, si nos consideramos buenos y exigimos a otros. Es posible que debamos pedir más amor a Dios manifestado en obras, ante todo, de nosotros mismos. Será manifestación de que nos parece poco lo que nos exigimos por Aquel que, siendo Dios, dio por nosotros su vida. Además, como hemos recordado, por exigente que pudiera ser nuestra vida al servicio del Evangelio, nada debemos tener. A los que crean acompañarán estos milagros... Y enumera Jesús una serie de peligros, que serían frecuentes en la época, y no dañarían a los que vivieran de acuerdo con su fe. En nuestro tiempo son otros los peligros para los cristianos. Lo decisivo sigue siendo que con Dios no hay fuerza capaz de acabar con nuestra vida según su voluntad omnipotente. En el peor de los casos tendríamos que recordar: no tengáis miedo a los que matan el cuerpo y después de esto no pueden hacer nada más. Os enseñaré a quién tenéis que temer: temed al que después de dar muerte tiene potestad para arrojar en el infierno.

        ¿Acaso no vemos el horizonte de nuestra existencia en la eternidad, esa vida gozosa con Dios que nunca termina? Vale la pena hacernos con frecuencia estas consideraciones, para no dar excesiva importancia a las contrariedades de la vida, de modo particular si son consecuencia de la lealtad al mensaje de Cristo: no es el siervo más que su señor. Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán. De este modo advertía el Señor a sus Apóstoles que tendrían dificultades: persecuciones, en concreto, por su lealtad al Evangelio. Así ha venido sucediendo a lo largo de los siglos y es un hecho claramente palpable que nuestros días. Aparte, claro está, del evidente sacrificio que supone ser leales a Dios todos los días.

        La Madre de Dios, Nuestra Madre, no se quiere apartar de sus hijos, los hombres. Su contemplación nos conduce suavemente a dar a conocer la Buena Noticia y a que sea, más y más, vida de nuestra vida.