Un Dios que perdona

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

Es muy oportuno meditar esta página de san Lucas ( Lc 15, 1-3.11-32) durante la Cuaresma. Jesús muestra, no sólo a los escribas y fariseos que murmuraban de El entonces, sino a la humanidad de todos los tiempos, qué significan los Mandamientos y cómo es el corazón de Dios. De la mano del Santo Padre, Juan Pablo II, meditamos brevemente sobre esta parábola. Asistidos por el Espíritu Santo, concluiremos con el Papa, que Dios es un Padre amantísimo de sus hijos los hombres y que nuestro único verdadero mal es apartarnos de El.

El hombre, todo hombre, --afirma Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica “Reconciliación y Penitencia”– es este hijo pródigo: hechizado por la tentación de separarse del Padre para vivir independientemente la propia existencia; caído en la tentación; desilusionado por el vacío que, como espejismo, lo había fascinado; solo, deshonrado, explotado mientras buscaba construirse un mundo todo para sí; atormentado incluso desde el fondo de la propia miseria por el deseo de volver a la comunión con el Padre. Como el padre de la parábola, Dios anhela el regreso del hijo, lo abraza a su llegada y adereza la mesa para el banquete del nuevo encuentro, con el que se festeja la reconciliación.

Sin embargo, parece que necesitamos reconvencernos una y otra vez de que nuestro Creador y Señor es verdaderamente bueno y digno de toda confianza. Será preciso comprender, que si no lo vemos lleno de bondad es posiblemente porque vivimos apegados a nuestras apetencias, fijos los ojos en esos otros bienes que tenemos o que deseamos, pero que ni son Dios ni a Dios conducen. Por el contrario, "hechizados" --según dice gráficamente el Santo Padre-- por un bienes pasajeros, nos desviamos del camino que ha dispuesto nuestro Padre Dios para llegar a El. Es muy conveniente que el nos sintamos protagonistas de la parábola evangélica encarnando la figura del hijo menor. Es preciso sentirnos aludidos, reconocer que, más de una vez, nos importó poco el ambiente acogedor de la vida cristiana --que por momentos se nos hacía odioso-- y las costumbres de la Iglesia: el hogar en la tierra de nuestro Padre del Cielo.

A veces, en efecto, nos sucede como al hijo menor de la parábola: soñamos con ideales de vida que son ajenos al querer de Quien nos pensó, y nos dio la vida y todos nuestros talentos. Nos consta su bondad al vernos en el lugar de privilegio que, según su voluntad, ocupamos en este mundo frente al resto de la creación. Estamos convencidos también, como aquel hijo menor, de que nunca nos faltará lo necesario para ser felices si somos fieles, porque vivimos con un Padre bueno. Sin embargo, de cuando en cuando nos ciegan las pasiones y se apodera de nosotros el orgullo: desconfiamos de Dios para hacer nuestro antojo: comodidad, independencia, autonomía, prestigio, fama, riquezas, sensualidad, honores, poder, orgullo, etc., que en ese momento preferimos a su voluntad.

Al poco tiempo --muchos años es también poco tiempo en la historia del mundo-- vamos a experimentar necesariamente el hastío. Sucede siempre --sólo nos puede saciar Dios--, que cualquier otro ideal logrado, distinto de El mismo, nos acaba pareciendo pequeño. Y no es raro que la injusticia propia de las obras sin Dios, se vuelva contra el injusto y acabemos pagando en propia carne las consecuencias de nuestros desvaríos. Así sucede a los egoístas, que son tristes; a los que mienten, que pierden credibilidad; a los orgullosos, que se quedan solos... Como a aquel hijo menor, las consecuencias de los propios pecados nos harán sufrir.

Que la experiencia de la poquedad la personal, con la tristeza que le acompaña, nos haga recapacitar, como recapacitó aquel otro hijo, y que volvamos arrepentidos cada vez que sea preciso al sacramento de la Penitencia. Nuestro Padre Dios nos espera siempre y nuestra Madre se alegra lo indecible con nuestro regreso.

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