Todos apóstoles

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

  Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, declara el apóstol san Pablo en la primera carta a su discípulo Timoteo. Y observamos, en estos versículos de san Marcos que para hoy nos ofrece la Iglesia, ese deseo salvador divino, en la actitud y palabras de Jesús con sus discípulos. Pues, no solamente Él, en persona, difundió el Evangelio de salvación. Hizo más, una vez aleccionados oportunamente sus discípulos, los envía por las distintas ciudades, pertrechados de poderes sobrenaturales, para que también ellos pudieran atestiguar, con prodigios, la autoridad de la doctrina que, de su parte, predicaban.

        Parece que Jesús quiere dejar claro, a aquellos a quienes había constituido mensajeros de su palabra, que no llevarían a cabo su misión por sí mismos, con sus fuerzas humanas personales, ni gracias a sus talentos; sino gracias al auxilio divino. Nada para el camino, ni pan, ni alforja, ni dinero en la bolsa, sino solamente un bastón; y que fueran calzados con sandalias y que no llevaran dos túnicas. Hasta llevar un bastón nos resulta aleccionador: no siendo necesario cargar con provisiones, pues, cada día tiene su propio afán y Dios, que se ocupa de los lirios del campo, cómo no se cuidará de sus enviados, sí parece necesario lo imprescindible para el caminante: el bastón y las sandalias, en aquella época.

        Pero, una vez con lo necesario para ser capaces de transmitir las enseñanzas de Jesús, el apóstol no precisa nada más. Únicamente el sustento y cobijo cotidiano para seguir cada día con su misión. Es más, toda su actividad va finalmente encaminada al fin exclusivo de la difusión del Evangelio, es decir, procurar que otros encarnen con sus vidas el ideal que Cristo vino a traer al mundo: nuestra existencia como hijos de Dios.

        La vida de todo cristiano, cualquiera que sea su estado, su condición social, lo mismo sanos que enfermos, es, por vocación, una vida apostólica. Os he os he elegido, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. Queramos sentirnos activamente comprometidos, protagonistas –todos– excepcionales de esa elección. Las ocupaciones familiares, profesionales, sociales de todo tipo, la diversión y el descanso de una persona normal, corriente, no son un obstáculo. Más bien, al contrario, esas circunstancias, mientras, de suyo, no sean ofensivas a Dios, pueden ser el medio oportuno de encuentro con las almas destinadas a la vida eterna en Jesucristo.

        La santidad está al alcance de cualquiera, que no se ocupe en una actividad de pecado, aunque nunca se lo haya planteado por el momento, sin necesidad de llevar a cabo cambios profundos en la organizació animado n de su vida. Las mismas ocupaciones corrientes de todos los días pueden y deben ser santas; y éste es, sencillamente, el mensaje que todo cristiano corriente debe difundir en su entorno familiar, profesional, social de todo tipo. Vivir como hijos de Dios, orientados hacia la Eternidad Bienaventurada, debe ser cosa de todos. ¡Alegraos siempre en el Señor!, os lo digo del nuevo: ¡alegraos!, animaba el Apóstol a sus filipenses. Nuestra vida puede y debe ser en todo caso de alegría contagiosa, también cuando en ella hay contrariedades, que no faltan en ningún humano. Pero el optimismo alegre de ser hijos de Dios es bálsamo que suaviza todo dolor, tónico que fortalece cualquier debilidad, vino generoso que deleita en el quehacer cotidiano. Así es la bondad de Dios, que no abandona a sus enviados.

        La tarea del apóstol es grandiosa, fascinante. Reclama, sin duda, lo mejor de cada uno, para que, con la gracia divina sea máximamente eficaz. Has de prestar Amor de Dios y celo por las almas a otros –afirma san Josemaría–, para que éstos a su vez enciendan a muchos más que están en un tercer plano, y cada uno de los últimos a sus compañeros de profesión.
        ¡Cuántas calorías espirituales necesitas! —Y ¡qué responsabilidad tan grande si te enfrías!, y —no lo quiero pensar— ¡qué crimen tan horroroso si dieras mal ejemplo!

        Los discípulos, enviados por Jesús hace veinte siglos, se exigieron a sí mismos con fortaleza. Así se espera, también para extensión del Reino de Dios y gloria de su Iglesia, de nosotros en ese tiempo. Y la disposición para el sacrificio, y no querer tener otro objetivo en la vida que el apostólico, se hacen asimismo hoy tan necesarios como entonces. Como entonces a aquellos primeros, nos mueve si no ponemos obstáculos, y mueve las almas de quienes tratamos, el Amor de Dios. La oración de contemplación es, por ello, el motor muestro y el camino por el que deben discurrir nuestros familiares, amigos y conocidos para llegar a entusiasmarse con ese Dios que es compasivo y misericordioso, y guarda en Sí para sus hijos tantas delicias de su Amor.

        Bienaventurada porque has creído, le dijo Isabel; y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, confirma María. Para que aprendamos que todo el sacrificio posible, si es para Dios, se hace alegría en nuestro corazón.