Sinceridad de vida, Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios web: fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

Posiblemente pocas cosas nos resultan más desagradables de algunas personas como notar que su conducta no responde a los sentimientos de su corazón. Solemos pensar, incluso, que es lo primero, lo más elemental y básico que esperamos de cualquiera para que tenga sentido mantener una relación. La sinceridad de vida, la veracidad, se hace imprescindible en el trato humano, porque las relaciones entre nosotros no son meramente físicas, materiales, son relaciones entre personas y la persona no es lo que se ve de ella o lo que hace, sino que su conducta, y lo que de ella se ve es manifestación de cómo es.

        También hoy, como hace veinte siglos, podemos dar demasiada importancia a ciertas rutinas en el trato o en el comportamiento en general, que se supone son propias de personas educadas, honradas, trabajadoras, veraces, amantes de la libertad... Existe, de hecho, todo un elenco de modos de decir y de gestos que presuponen y acompañan de suyo a esas cualidades humanas; pero también puede suceder, y a veces lamentablemente sucede, que nos quedemos casi solamente en cuidar las formas, desentendiéndonos de si esas actitudes nuestras manifiestan auténticas realidades personales; o –lo que sería aún más lamentable– que disimulemos los propios defectos con una imagen postiza que para nada corresponde a nuestra realidad.

        Tan arraigadas están en la vida social estas formas de hacer y de decir que, en ocasiones, han llegado a hacerse normas de conducta, casi indispensables para la convivencia, y no importa demasiado si reflejan o no la verdad de las personas. Conocer bien a alguien puede resulta, como consecuencia, una tarea ardua: es preciso reinterpretar lo que en cada caso significa en el fondo lo que hemos escuchado o lo que hemos visto; o, mejor, para más seguridad, buscar el testimonio de otras personas con garantía de imparcialidad. La prueba, la demostración, el certificado, son algo que normalmente debe acompañar a cualquier testimonio que pretenda ser aceptado.

        Se hace necesario recuperar el profundo convencimiento de que por encima, muy por encima de esas elegantes pautas de conducta, que no pasan de ser convencionalismos sociales, está a la calidad personal que asienta en el corazón de cada mujer y de cada hombre. Por más que dos compañeros se sonreían, no serán amigos si no se desean lo mejor el uno al otro. Cuántas veces alargar la mano con intención de estrechar la de otra persona no supone acuerdo y confianza, porque ha pasado a ser el modo "normal", "elegante", de deshacerse de quien ya importuna. ¿Por qué –si no– esas confidencias negativas, con el de al lado, cuando un tercero abandona nuestra compañía?

        Es claro que los cristianos hemos de emprender una serena batalla de honradez, de lealtad y de verdad, que en este aspecto de la vida, como en otros, contraste descaradamente con modos de conducta con frecuencia establecidos. Y es que la enseñanza del Señor sigue siendo necesaria, es innegable que su doctrina –que hoy recordamos– se mantiene actual porque actual es asimismo en el hombre el pecado de hipocresía; porque la autenticidad de cada uno, para bien o para mal, está en el corazón.

        Alentemos, pues, sentimientos generosos, de honradez, de justicia; deseemos ayudar a costa de lo nuestro –con sacrificio casi siempre–, y no sentiremos la tentación del disimulo: que nadie se siente movido a esconder sus buenas obras y, si no fuera el caso ocultarlas por modestia, posiblemente habría que mostrarlas como ejemplo.

        Nuestra Madre Inmaculada, llena ante Gracia, atenta en todo a lo que agrada a Dios, no tiene tiempo de pensar en cómo quedar bien: sólo en cómo amar a su Señor. Si nos preocupa, si nos ocupa sólo eso como a Ella, iremos bien.