Siervos de Dios e hijos de Dios

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

El fragmento del Santo Evangelio según san Lucas (Lc 17, 5-10 10)  que nos ofrece este domingo la Santa Misa en su Liturgia de la Palabra, aúna dos lecciones del Señor que deseamos asimilar bien. No se trata de enseñanzas independientes, como si poco tuvieran que ver unas con otras las variadas exigencias de la vida cristiana. Son, por el contrario, dos manifestaciones muy claras de que lo nuestro debe ser siempre adorar y amar a Dios, Nuestro Padre y Señor.

Ha querido el Creador adoptar a los hombres como verdaderos hijos por Jesucristo, el Verbo encarnado, y que gocemos así de su divinidad, del mismo modo que gozan los hijos en este mundo de la riqueza y bondad de sus padres. La misericordia de Dios ha puesto a nuestro favor todo su poder y bondad. Nos trata como el mejor de los padres, queriendo que sea nuestro todo lo que le pertenece. Basta que queramos que sea Nuestro Padre y Nuestro Dios. Entonces, con la confianza propia de los hijos, nos parecerá normal disponer habitualmente de lo que es sólo suyo por naturaleza: su amor, su poder, su comprensión, su perdón, su vida. Esa vida eterna que nos ha prometido en su intimidad, y la fortaleza y constancia para marchar en cada jornada sin apartarnos de su lado.

Apoyados en el convencimiento de fe, por el que no dudamos de su amor, nos dirigimos a su infinita bondad, persuadidos de que nos quiere mejores hijos, y le decimos: ¡auméntanos, Señor la fe, para que te veamos más cerca, más amoroso, más Padre! Deseamos quererle con nuestro propio corazón como El se merece. Ya comprendemos que es imposible con nuestras solas fuerzas, por más que logremos poner toda nuestra ilusión y nuestro esfuerzo en ese cariño. Es necesario que le queramos con su corazón, con esa caridad que nos ganó Jesús con su Cruz para que pudiéramos ser otros Cristos. Es preciso que le veamos con sus ojos y no dudemos entonces de que, con El, podemos mover montañas y plantar árboles en el mar, como dijo Jesús que haríamos por la fe. Podremos así –Él lo espera– darle la vuelta al mundo; a este mundo, tan ajeno en ocasiones a la fe, que sólo admite lo estrictamente sensible, como si el hombre, con su inteligencia y su poder, fuera el criterio de la verdad y el bien.

Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?, se preguntaba el Apóstol. Pero hemos de estar con Él, desear, por encima de todo, no apartarnos de su lado. Necesitamos los hombres vivir de la intimidad con Dios, persuadidos de que sólo tiene sentido nuestra vida consumada en su servicio. Un servicio que no es, ni mucho menos, meramente servil: ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor..., dijo Jesús a los Apóstoles. Nos llama amigos; más aún, hijos. Y como a hijos nos ofrece Dios, Nuestro Padre, una ocasión continua de amarle cumpliendo su voluntad con obras. Así nos desarrollamos en su presencia. Un desarrollo éste, que es bien distinto de ese otro transitorio y limitado, que es el progreso para los demás hombres o para nosotros mismos: un desarrollo sólo a lo humano es incapaz de superar la frontera de la muerte. Nuestro Padre Dios, nos quiere maduros en su presencia. Con una madurez que, más que un progreso humano, que en el mejor de los casos no superaría los límites de este mundo, con un desarrollo sobrenatural, en virtud, en Gracia, a su medida, ya que nos hizo para ser  hijos suyos y para amarle.

Dios nos exige. Tiene para ello todo el derecho, pues criaturas suyas somos. Nos ha hecho como quiso. Nada de lo que llamamos "nuestro" tiene, sin embargo, en nosotros la razón última de ser. Por tanto, un sentimiento profundo de gratitud debe inundar nuestra existencia de continuo. Tenemos la ocasión de ser agradecidos, a partir de la conciencia que poseemos de nosotros mismos y nos ha sido otorgada. Dios nos exige, somos sus siervos, pero hemos de mostrar continuamente nuestro agradecimiento a Dios Nuestro Padre, porque nos manda..., porque espera de sus hijos amor con obras... Son ocasiones que nos ofrece de engrandecernos, no ya ante nuestro punto de vista, tantas veces torcido por la comodidad o el orgullo, ni ante los ojos de los demás, de los que buscamos no pocas veces el aplauso: bien poca cosa. Siendo el mismo Creador y Señor del mundo quien acoge nuestras acciones, tendrán esas obras el valor que, siendo Padre de cada uno, Él les da. Por nuestra parte, pueden ser la manifestación de la reverencia, la adoración, y el amor que le tenemos. El reconocimiento de su dignidad y señorío, de su gloria, ante el resto de la Creación y, antes que nada, ante Él mismo, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Servir a Dios no es, pues, poca cosa. Se trata, por el contrario, de lo más grandioso que puede ser un realizado en el mundo.

Pidamos perdón a Dios Nuestro Señor, si alguna vez, por rebeldía tonta, tendemos a sentirnos víctimas, a modo de simples vasallos, de un señor autoritario e impasible que, sin venir a cuento, esperara de los hombres diversas conductas según su capricho: las que nos manda la Iglesia. Y agradezcamos, en cambio, esas exigencias, como oportunidades que son para nuestra plenitud personal.

Finalmente, poniendo por intercesora a nuestra Madre del Cielo, nos acogemos a las gracias que el mismo Dios nos dispensa, para que sepamos cumplir su voluntad. Son los talentos con los que cada uno fuimos creados según su sabiduría, las capacidades necesarias para ser esos siervos inútiles, hijos muy amados, que sólo hicieron lo que debían para agradar a su Padre Dios; felices y confiados, sin preocuparse de recompensa humana. Santa María nos ilumina con su ejemplo de Esclava del Señor.