Setenta y un aniversario de la Fundación del Opus Dei

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

Celebramos hoy un aniversario más de la gracia inmensa de Dios a toda la humanidad con la que quiso recordar de modo muy expreso, sirviéndose del beato Josemaría Escrivá, que todos los hombres tenemos espacio en su corazón. No sólo eso. No únicamente recordó otra vez, sirviéndose del Fundador de la Obra, que le interesamos mucho, que nos quiere con un amor mucho mayor que el nuestro por las criaturas más queridas. Esto ciertamente es lo primero, lo decisivo para todo lo demás, ese primer movimiento amoroso de Dios hacia su criatura humana: de un Padre hacia sus hijos, hacia su hijo único, pues así nos quiere a cada uno. Recordemos concretamente que Dios nos ama en Jesucristo. Al mirarnos contempla la sangre de su divino Hijo derramada por cumplir su voluntad y por amor a El. Una sangre, la de la Pasión, que manifiesta la fuerza del amor que Dios nos tiene y, simultáneamente, que Dios ha dado su vida por el hombre.

Pero no es sólo eso. Lo específico de esta conmemoración no es que Dios nos quiera con un amor tan exclusivo por ser, en cierto sentido, el mismo amor con el que ama Dios Padre a Dios Hijo y es el Espíritu Santo. Esto ya estaba declarado hace siglos por el propio Jesucristo y San Pablo, entre otros, desarrolló una amplia teología acerca de este amor de Dios por el hombre. Hoy celebramos que todas las circunstancia corrientes de la vida de los hombres deben ser ocasión de amor a Dios en correspondencia a ese amor que El nos ha tenido primero. En el día 2 de octubre de 1928, hace hoy 71 años, de un modo inadvertido para cuantos le rodeaban, pero clarísimo, aunque muy sobrenatural para él, Dios hizo “ver” a nuestro Padre que podían ser divinos todos los caminos terrenos de los hombres. En todo momento, pues, se me presenta de modo solemne, aunque sea ordinario por ser cosa de siempre, la ocasión irrepetible y necesaria de responder a ese deseo permanente y eterno de amor que Dios me tiene.

Es un buen momento este, ahora que de algún modo recomenzamos la actividad tras el periodo veraniego, para preguntarnos cada uno, en la presencia de este Dios que nos contempla siempre con amor, si somos conscientes de ordinario de que así es nuestra vida. Es, desde luego, una pregunta retórica. De algún modo, sí somos conscientes. En líneas generales, a estas alturas de nuestra vida, y con la formación cristiana que tenemos la mayoría, reconocemos en Dios a Nuestro Padre que está en el Cielo y que en todo instante nos contempla aunque lo olvidemos, absortos en nuestras cosas. Justo éste es el problema. Por eso nos dirigimos a Dios Nuestro Padre suplicándole esa luz suya que nos haga contemplar en su compañía nuestras mañanas, nuestras tardes y nuestras noches.

Todo lo de los hombres le interesa de tanto como nos quiere, pues ha hecho posible que cada instante de nuestro caminar terreno pueda servirnos para crecer en su amor y así enriquecernos en lo que constituye nuestra específica grandeza, puesto que somos capaces de Dios. Con cada acción: con cada pensamiento, con cada deseo, con cada una de nuestras obras, hasta durmiendo..., podemos amar a Dios; debemos amarle. Así lo exigía San Pablo a los primeros cristianos: “ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo por la gloria de Dios”. La vida de los que nos sabemos cristianos debe ser, por esto, una vida conscientemente entusiasta. Si somos maduros, coherentes con nuestras convicciones de fe, contemplaremos nuestra vida con el relieve que Dios ha querido darle al hacer posible que la dirijamos hacia El.

—¡Que me de cuenta, Señor, que tengo en cada momento y circunstancia de mi vida una ocasión de amarte y de hacerme más y más grande y rico en Tu presencia! ¡Que aproveche mi quehacer de cada día, por vulgar, por corriente que parezca, para lo que Tú deseas, para mi verdadero bien, que está sólo en Ti! ¡Que me de cuenta, sobre todo, de cuando no es posible que pueda amarte porque me comporto contrariamente a tus deseos!

Los Angeles Custodios, cuya fiesta celebramos hoy, pueden ser nuestros grandes aliados. Los quiere el Señor a nuestro lado, como dice la Liturgia, para que nos guarden en nuestro camino. Si se lo pedimos al nuestro, nos hará notar, delicada pero claramente, que en esta y en aquella circunstancia no hemos actuado bien. Comprenderemos que ahora es posible amar más a Dios si cortamos con esa conversación, si comenzamos ya esa tarea abandonada, si más diligencia en lo que nos ocupa, si pedimos perdón reconociendo la falta, si procuramos hacer aquello lo mejor que podemos y no sólo terminar pronto.

  Obtenido en: fluvium.org