Ser Santos en la vida corriente

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

  Por los versículos de san Marcos (Mc 6, 1-6) que nos ofrece para considerar en este domingo la Liturgia de la Iglesia, podemos saber que los paisanos de Jesús lo tenían, en efecto, como un hombre corriente. Pero sucedía entonces, como en nuestros días, que la gran mayoría de las personas tenían escaso conocimiento de las verdades reveladas. También hoy sucede con frecuencia que quienes se dedican junto a colegas, compañeros y amigos a ocupaciones corrientes de trabajo, familia, diversión, etc. son poco versados en la ciencia de Dios. Resulta, de eso, también hoy admirable encontrarse a un cristiano corriente que tiene una buena formación doctrinal católica.

        Posiblemente también en el círculo de nuestros familiares, amigos y conocidos les llamaría la atención –si no les ha sorprendido ya– vernos piadosos, además de buenos trabajadores; conocedores del evangelio –sin vergüenzas–, además te enterados de los vaivenes de la política local e internacional; con tiempo para ellos –para cada uno–, y con tiempo también para la frecuencia de sacramentos y para la oración. Y todo eso a costa, eso se, de la propia comodidad, del ocio y de las pérdidas de tiempo, que para muchos se han convertido hoy en un derecho. En este sentido las cosas parece que han cambiado poco en veinte siglos.

        Hoy como ayer, salir de la mediocridad que reina en el saber y en el hacer, porque la comodidad excesiva o pereza es un pecado capital que a todos nos tienta, es logro victorioso de algunos luchadores. Toda una "industria" sabe aprovechar la debilidad humana y mantenerla, para manejar mejor a las personas, uniformadas así por la ley del mínimo esfuerzo. Los beneficios de la hábil explotación son ingentes por la comercialización de cientos de artículos que nutren y activan más y más los apetitos meramente humanos del gusto y el confort. A la vista de todos está el lujo y el placer que disfrutan en unos pocos y muchos más pretenden: capricho superfluo y, sin embargo, nuevo dios que acapara la mente, el corazón y la sensibilidad de tantos y tantos.

        Los criterios de éxito, de poder, de categoría y calidad de vida o de dignidad y grandeza humanas, de esa cultura, incluyen valores solamente terrenos. Pocas veces, en efecto, se piensa en un gran hombre privadamente justo, heroico, generoso, valiente, esforzado, humilde... Si no es famoso de algún modo, si no triunfa con un éxito reconocido, es difícil que en la sociedad en que vivimos se le considere un ejemplo a seguir. Un "gran hombre" es famoso, desata la admiración de las multitudes, incluso pone de moda su forma de ser por alguna razón exitosa, aunque personalmente esté cargado de vicios –que puede no estalo–, con independencia, en cualquier caso, de su calidad humana y espiritual. Algo tan poco meritorio como la caprichosa fortuna o unas condiciones naturales físicas extraordinarias, puede hacer a alguien admirable y envidiable incluso para algunos.

        Deberíamos habituarnos –si es que reconocemos que podemos ser en ocasiones un poco superficiales en el modo de valorar las personas– a calar en el fondo auténtico de la gente, en la medida de lo posible. Sin duda, es necesario primero y ante todo conocernos bien la nosotros mismos. Contemplar nuestra vida y su conducta –como contenido que da valor y categoría al ser persona de cada uno– desde una conciencia sobrenatural, divina. Con esa luz nos será fácil juzgar de nosotros mismos ante todo, y de los demás de modo secundario pero acertadamente, ya que nos interesa, por muy diversas razones, saber cómo son en realidad nuestros semejantes.

        Las palabras de san Marcos que hoy se nos ofrecen, ponen de manifiesto que Jesús, en aquella ocasión, siendo como siempre la perfección misma de categoría humana no cayó bien a sus paisanos. Fue, según parece, porque esperaban de Él algo llamativo: el éxito clamoroso como condición para que sea reconocida la virtud. No se deja Jesús impresionar por las pretensiones de aquéllos: no munda su conducta para ganarse seguidores. Ciertamente, tampoco sería más más cierto lo que acababa de enseñarles por hacer, además, algún prodigio extraordinario como esperaban. Por la elocuencia de sus palabras y la coherencia incontestable de sus razonamientos, ya habían reconocido la verdad de su doctrina: ¿De dónde sabe éste estas cosas? ¿Y qué sabiduría es la que se le ha dado...? Sólo quedaba ya –y por parte de ellos– asentimiento a las palabras de Jesús, pues las reconocían cargadas de verdad –aunque fuera para ellos nada más por el momento, el artesano, el hijo de María– y poner por obra su enseñanza.

        También nosotros queremos actuar siempre con esa sencillez de Jesús, pues es suficiente con que contemple Dios nuestras buenas obras para sentirnos en llenos de paz. No queramos sentir sobre todo el beneplácito de los hombres. No necesitemos una justificación ante ellos de nuestra conducta: basta con que la recta conciencia no nos acuse ante Dios. Del mundo no pocas veces sentiremos incomprensión, cargada como ésta la sociedad de ideales e intereses de mero confort, útiles a corto plazo, plausibles para una mayoría –eso sí– poco dada al esfuerzo.

        La Madre de Dios y de los hombres, que en su admirable y humilde sencillez todo lo refiere a su Creador, nos asista a cada paso y permanezcamos sólo atentos a lo que a Él le agrada