Ser buen trigo para el mundo

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Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

Ante esta parábola del trigo y de cizaña (Mt 13, 24-43) que, una vez más, nos presenta la Iglesia, concluimos, con un ardiente deseo que nos lleve a la súplica en la oración: ¡deseamos ser trigo para el mundo! El solo pensamiento de que podríamos ser cizaña nos impulsa a una vigilancia estricta sobre nosotros mismos en sincero examen de conciencia. Porque el cristiano, discípulo de Cristo, no puede conformarse con estar en la Iglesia como estáticamente. Mas bien pide Cristo de sus apóstoles, que contribuyan al desarrollo espiritual de cuantos los rodean. El trigo de hecho es para alimento, para desarrollo de los hombres del mundo y, así, los cristianos somos para desarrollo de los demás.

        Es el trigo la semilla propia del señor del campo. Así, pues, los cristianos somos los hijos del Señor del mundo. Nos mantenemos, por tanto, fieles a su doctrina, nos servimos de los medios que indicó a los hombres como imprescindibles para nuestro fin y aspiramos al ideal de vida eterna que, por pura bondad y gratuitamente, nos ha ofrecido. No nos conviene, por consiguiente, desvirtuar esa condición recibida. Se trata, ciertamente, de la más noble entre las naturalezas de nuestro mundo. ¿Qué otra criatura es, como el hombre, capaz de Dios?

        Así como el trigo alcanza su plenitud en el campo muriendo, desarrollando la yerba primero hasta con el tiempo granar la espiga, así también los hombres tenemos un desarrollo pleno que nos aguarda. No se trata, desde luego, de cualquier objetivo que pudiéramos imaginar. Bastantes ideales que se presentan fascinantes no concluyen, de hecho, en el desarrollo que nos corresponde, aquel que se es propio y exclusivo de la persona humana. Son, en ocasiones, metas tan sólo apetecibles y que, en ese sentido, satisfacen muy parcialmente al individuo; lo que se demuestra por el hecho de que, casi de inmediato, se reclama otra la satisfacción mayor o diferente.

        En efecto, podríamos convertirnos en cizaña, hijos del maligno, incapaces de ganar en espigas de trigo. Se trataría de una degeneración voluntaria en el proceso de desarrollo. Supondría un cambio profundo en los ideales y en las relaciones con los demás, que se pondría de manifiesto en seguida en la conducta. Así sucedió con la mala hierba de la parábola, que al poco de brotar ya se distinguía, por su aspecto, de las plantas de trigo. Sin embargo, el Señor, Dios del mundo, respeta las opciones humanas: no se desdice de su acto creador, según el cual nos quiso libres, a su imagen y semejanza. Dejad que crezcan juntos hasta la siega, sigue afirmando cada día, mientras en su infinita sabiduría contempla la clara diferencia entre unos y otros y el distinto destino que aguarda a cada uno.

        Conscientes de esta realidad, contemplamos de modo más acertado los contrastes del mundo, y en concreto las tan diferentes mentalidades, incluyendo la decidida oposición a Dios por parte de algunos. Como es sabido, los hay que no admiten instancia alguna superior a ellos. No tendrían –dicen– por qué someterse a nada salvo a lo acordado en aras del bien colectivo y puramente material. Carecen, por consiguiente, de un proyecto fructificador, posible por una especial categoría intrínseca. No así el trigo y cuentos quieren comportarse como hijos de Dios en el mundo. Sus vidas son un perfecto plan, impulsado por la Gracia, que tiende engendrar nuevos hijos para Dios y a que sean cada vez menos los francos hijos del maligno y los indiferentes.

        No podrá hacerse realidad ese proyecto de santidad sino a base de una crecida vitalidad en la relación de cada cristiano con Dios. Con palabras del beato Josemaría podemos afirmar que la santidad –cuando es verdadera– se desborda del vaso, para llenar otros corazones, otras almas, de esa sobreabundancia.
         Los hijos de Dios nos santificamos, santificando. —¿Cunde a tu alrededor la vida cristiana? Piénsalo a diario.

        Puede ser, tal vez, una pregunta habitual en nuestro examen de conciencia, el modo en que nuestra vida cristiana influye en el amor con obras que en los demás tienen a nuestro Padre del Cielo. Por mi conversación, por mi trato, por mi ejemplo, a partir de mi amistad... ¿puedo afirmar que han mejorado cristianamente otras personas? Los propósitos, buscando esa influencia amable siempre por animante que sea, serán el mejor modo de asegurarnos en la noble condición de buen trigo, de no ponernos en ocasión de degenerar influidos por la abundante cizaña que nos rodea.

        Nuestras Madre del Cielo nos protege en esta contienda, pues, a pesar de tener tan gran responsabilidad, somos niños: sus hijos pequeños.