Saber escuchar

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

La vida cristiana es corriente relacionarla con la oración. Para ser buenos cristianos, en efecto, Jesús recordaba que es preciso orar perseverantemente y no desfallecer. Y nos parece bien, pues, ya sabemos que orar es hablar con Dios. Lo consideramos necesario para poder decir que somos cristianos y, sin embargo, es para muchos una tarea, la oración, difícil si no imposible. "Yo le hablo a Dios, sí; pero ¿cómo se que me escucha?", dicen algunos. Y otros: "yo rezo: le pido a Dios, le doy gracias..., pero no me responde; le pregunto pero nunca le escucho". Ese supuesto silencio de Dios ha llevado a algunos a pensar que la oración es inútil.

        En la fiesta de la Visitación contemplamos a María en casa de Isabel, su prima. Ha decidido ponerse en camino rápidamente, nada más saber –por Gabriel– que, a pesar de su avanzada edad, va a tener un hijo. María, la esclava del Señor, la que deseaba siempre y en todo cumplir la divina voluntad, decide ponerse en camino hacia Judea, a casa de su prima, en cuanto sabe que ésta está para dar a luz. La esclava del Señor, la que desea hacer siempre según el deseo de Dios, vive con el oído atento a su Creador. Sus decisiones quiere que sean, y son de hecho en cada instante, lo que Dios espera de Ella. ¿Por qué va a María a visitar a Isabel?: porque Dios se lo pide; pues considera que su prima necesitaría ayuda, ella podía prestársela, y esa tarea, con el viaje, el tiempo empleado y todo lo demás que incluye un largo desplazamiento, queda incluido en la voluntad de Dios para ella, siendo muy agradable a los ojos divinos.

        "Querer es poder", solemos decir; y saber lo que espera el Señor de cada uno tiene bastante de estar verdaderamente interesados por lo que Dios querrá... Necesitamos vivir con una permanente y positiva preocupación por agradar a Dios en todo. Entonces, de la mañana la noche y de la noche a la mañana, escucharemos la voz divina que nos sugiere: esto ahora, no después, sin retrasos; el trabajo que ya te aburre, hasta acabar con él, sin abandonarlo anticipadamente; con los que me rodean, de buen humor, animándoles en sus cosas y olvidado de las mías; organizaré la jornada para que nunca me falte el Pan nuestro de cada día, que muchos, con más graves obligaciones que yo, consiguen asistir a la Santa Misa diariamente; ¿hago lo que deseas, Señor, mientras voy al trabajo, al regresar a casa...?: ya camine en tu presencia, o vaya en mi coche, o en un medio público, ¿rezo por quienes me cruzo, por quienes me esperan, por lo que haré al llegar?

        No sé si tal vez podemos pensar, en una primera valoración, que sentir la continua presencia de Dios en nuestra vida puede complicarnos excesivamente. Convendrá, sin embargo, que no dejemos a Dios de lado. Que rechazemos la tentación de abandonarlo como si fuera un objeto que incomoda cuando uno tiene prisa: el típico paquete que nos piden trasportar –¿me ayudas?– cuando se nos hace tarde, ya llevamos otra cosa y está lloviendo: una complicación inoportuna. Seguro que no pensamos jamás así de Dios. Es posible, sin embargo, que, más de una vez, actuemos así con El.

        Debemos persuadirnos de lo afortunados que somos dándonos cuenta de tener a Dios muy cerca. Muy cerca y con toda la fuerza de su divinidad. Así lo sentía María en todo momento. Lo manifiesta de modo expreso en casa de Isabel: aquella expansión de su espíritu sería, de algún modo, la conclusión de sus pensamientos durante el largo viaje desde Nazaret hasta la casa de su prima: Proclama mi alma las grandezas del Señor –contesta a Isabel–, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo.

        María entiende su propia grandeza gracias al don de Dios y a su espíritu contemplativo. Corresponde al Creador decidir lo que espera de Ella: hágase en mí según tu palabra, le dijo al arcángel. María entiende además que, junto a la entrega que Dios le pide de todo su ser para ser la Madre del Verbo encarnado, será abundante el dolor que le aguarda: una espada te traspasará el alma, le anunció Simeón. Pero María entiende sobre todo que, con toda razón, es la Bienaventurada, habiéndose fijado Dios en Ella de un modo tan singular, y se siente inmensamente agradecida y feliz. Con Dios en su vida nada tiene que temer por grande que sea el sufrimiento; que acepta, pues lo consiente Dios para Ella.

        Si tratamos más a esta Madre nuestra, nos enseñará a no tener miedo a la entrega ni al dolor, porque nada debemos temer de Dios, que también y continuamente derrama su misericordia sobre cada uno.