Riquezas para servir mejor a Dios

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

Da a entender Nuestro Señor (Lc 12, 13-21), de otro modo, que no son decisivos los bienes materiales. Siendo Dios, como dispone sólo de un cierto tiempo para estar con nosotros, no sería razonable que se hubiera ocupado de ellos: de solucionar los problemas humanos poco relevantes; o, al menos, no de tanta importancia como lo que hizo por toda la humanidad. Las cuestiones económicas, aun cuando tienen importancia, no pasan de ser un medio instrumental para la vida corporal. Jesucristo vino, en cambio, a conseguirnos la Vida Eterna, tal era la misión que había recibido del Padre. Es lógico, pues, que proteste: ¿quién me ha constituido juez o encargado de repartir entre vosotros? Lo suyo, como queda dicho, era proporcionarnos los medios, que sólo El podía lograr, para que pudiéramos ser eternamente felices en el Cielo.

En todo caso, para mostrar gráficamente la doctrina del sentido instrumental y secundario de los bienes materiales, expone la parábola del hombre rico que está a punto de morir. ¡Qué bien pone de manifiesto el Señor la inutilidad de tanto esfuerzo, lo desproporcionado de tanto desvelo al poner de manifiesto la cortedad de la vida! No está de más que nos lo recuerde, porque, no pocas veces, nos sucede como al protagonista de la parábola: que ponemos lo mejor de nuestro empeño en asuntos que serán poco relevantes, para la vida para que fuimos pensados y creados por Dios. Bastaría con que nos detuviéramos a considerar, más a menudo, la trascendencia que tendrá lo que traemos entre manos –en el sentido más propio de la expresión. ¿Vale la pena dedicar a esto tanto tiempo, tanta intensidad, tanto esfuerzo? ¿Este gasto económico es verdaderamente razonable considerando el valor objetivo de la cosa; es decir, su repercusión de cara a mi vida ante Dios?

Aquel hombre se afanaba pensando cómo asegurar y aumentar sus riquezas, como si su completa existencia dependiera de ello. Ya con la garantía definitiva de su capital –para muchos años, dice la parábola– podría, según él, dar por concluido su trabajo. Precisamente esa temporada sus cosechas habían sido abundantes. Su felicidad y goce parecían garantizados de modo definitivo, como consecuencia de las riquezas almacenadas. Lamentablemente, sin embargo, había olvidado un detalle no pequeño: su muerte; que le sobrevendría en breve y sin previo aviso. ¡Qué inútiles y absurdos aparecían entonces –para quienes escuchaban la parábola del hombre afortunado– tantos refuerzos por conseguir y almacenar riquezas; tantas precauciones adoptadas para garantizar su futuro!

Jesús, Maestro para el hombre de hoy, como lo fue hace dos mil años, enfrenta como opuestas entre sí dos tipos de riquezas: las que ha acumulado, de hecho, para sí nuestro personaje, y las que podría haber ganado para Dios. ¿Estos bienes son en realidad valiosos ante Dios, o únicamente lo son desde mi punto de vista particular, transitorio, meramente material y tal vez egoísta? ¿Asesorando estas riquezas tengo la impresión de cumplir la voluntad de Dios, le agrado de este modo? Preguntas de este estilo debía haberse formulado el protagonista de la parábola, mientras se afanaba organizándose para el futuro al contemplar su abundante cosecha. Pues no parece que el desacierto, la mala conducta que el Señor critica, fuera cosa de los campos, que dieron mucho fruto. La gran fortuna lograda, tal vez en cierta medida de improviso y sin excesivo esfuerzo de su parte, era más bien por el contrario una excepcional ocasión para atesorar ante Dios: practicando la caridad, que es, como sabemos, el primer mandamiento de la ley; que nos asemeja a nuestro mismo Creador, de quien hemos recibido todo gratuitamente.

En efecto: nos puede suceder que, por el egoísmo de pensar primero en nuestro propio provecho, no acertemos a descubrir el sentido y auténtico destino de nuestros talentos o fortunas, sean o no de tipo material. Una inteligencia brillante, una posición preeminente en la sociedad, unos medios económicos de sobra holgados, pueden tenerse o desearse para el propio provecho. Pero también, ante todo, como medios con los que servir más eficazmente. No he venido a ser servido sino a servir, advirtió Jesús a sus discípulos, y si queremos seguir su ejemplo –la única actitud razonable en quien quiera ser su discípulo– querremos servir en todo momento. Tal será, por tanto, en nuestros días, la actitud de fondo de los cristianos comprometidos en la evangelización de nuestro mundo. Utilizando como instrumentos los mejores que se puedan conseguir honradamente. Sin reparar en gastos, para trabajar con mayor eficacia, aplicaremos lo mejor de las cualidades humanas y medios materiales que Dios nos ha concedido a esa tarea. Primero, claro está, la oración: sin Mí no podéis hacer nada; después todo el esfuerzo personal, con los mejores medios oportunos, si es posible, sin abandonar la plegaria.

A la Reina de los Apóstoles nos encomendamos, para que conduzca prudente y maternalmente el paso de sus hijos, en la tarea de evangelización del mundo de hoy.