Rectitud de intención

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

Comenzamos otro año más el tiempo litúrgico de Cuaresma(Mt 6, 1-6. 16-18) . Tiempo, como sabemos, de preparación para la Semana Santa. Porque queremos estar bien dispuestos, como cristianos, para acoger nuevamente los grandes acontecimientos que próximamente vamos a celebrar. Nos interesa, por una parte, entender con una claridad más luminosa lo que significa "Redención"; de otro lado, deseamos ser personalmente redimidos, recibiendo toda la Gracia que Nuestro Padre Dios nos reserva para este nuevo aniversario de la inmolación del Hijo por los hombres.

        Es necesario vivir orientados hacia la gran realidad nuestra de tener un único destino, que es pleno en Dios, Señor y Padre nuestro. Para ello, debemos actuar bien en su presencia; así, esa conducta nuestra será ejemplar: animados por nuestro buen comportamiento, otros se decidirán también a actuar como deben ante Dios. El apostolado será una más de las consecuencias de que procuramos agradar a Dios. Será siempre su gloria lo que nos mueva: sea cuando nos esmeramos en una buena conducta, sea cuando buscamos que nuestro comportamiento estimule a otros.

        Luzca vuestra luz ante los hombres, de manera que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos. Así se expresó el Señor, indicando la razón por la que convenía que nuestra vida, cuajada de virtud, resaltase. Es preciso hacer justicia a Dios, que nos inunda de beneficios para nuestro desarrollo y alegría; pero, sobre todo, porque considerando nuestra existencia en su totalidad; es decir, que somos hijos suyos en Jesucristo, la alegría que nos aguarda es la bienaventuranza: una vida de comunión con la Trinidad. Este destino posee tal envergadura que no tenemos capacidad para ponderarlo. Con razón, afirmará san Pablo que ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por el pensamiento lo que Dios tiene reservado para aquellos que le aman. Esta felicidad, para la que no hay palabras que la puedan describir adecuadamente, es en el cristiano la consecuencia del desarrollo al que Dios llama a sus hijos en Cristo.

        Conscientes de esta vocación, conviene que nos ejercitemos en la rectitud de intención. Debemos realizar nuestras obras no ante los hombres sino ante Dios. Puesto que finalmente el juicio de los hombres se mostrará irrelevante, carece de sentido, pues, vivir ahora inquietos por la opinión de nuestros iguales; especialmente si no juzgan según los criterios del Evangelio. Ocupados, en cambio, en agradar a Dios, intentaremos –como de paso– multiplicar nuestra alabanza animando a otros hacia El, con la fuerza del ejemplo que les daremos. Quienes contemplen el empeño que ponemos –un día y otro, con cansancio muchas veces– por buscar la gloria de Dios cumpliendo su voluntad; se animarán a imitarnos, buscando también esa misma gloria y la alegría que contemplan en nosotros mientras perseveramos en la búsqueda.

        Es corriente que se nos meta el respeto humano; que, casi sin querer, nos afecte en exceso el qué dirán y hasta el qué pensarán. En exceso, porque podrían llegar a convertirse esos motivos en la razón primordial de nuestra conducta. Nos conviene, por ello, vigilar para no consentir en modos de actuación excesivamente dependientes de la opinión de unos y otros. Si procuramos sólo agradar a Dios, también así, aun sin pretenderlo, nuestra conducta será ejemplar y bastantes querrán imitarnos.

        Tengamos confianza en el atractivo propio de la vida cristiana vivida, claro está, en la mayor fidelidad con el Evangelio. No queramos caer en el prejuicio de que, por su exigencia, bastantes rechazarán el mensaje limpio de Jesucristo. Recordemos a aquellas multitudes que le seguían, que le aclamaban, que preferían su autoridad a los convencionalismos tantas veces escuchados de escribas y fariseos. A nosotros también nos seguirán, pero no actuaremos para que nos vean ni para que nos sigan; sino por Dios, por cumplir su voluntad y con indiferencia de si nos ven o nos siguen. Con la profunda ilusión, sin embargo, de que seamos cada vez más los cristianos deseosos de ser fieles y felices.

        La Madre de Dios, desde el anuncio del Angel hasta la Cruz de su Hijo, lleva una existencia de fidelidad al Señor, segura y dichosa por la sola confianza en su Creador. A Ella le pedimos, nos conceda ser fieles a Dios, aunque no nos entiendan y aunque nos cueste.