Para Dios la vida

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

Hacemos oración, ahora como siempre, porque vivimos en la profunda persuasión de ser para Dios. Nos llena considerar que nuestro Creador, y Señor de todo cuanto existe, nos ha destinado a Sí. Nuestra vida, de hecho, puede y debe ser un permanente fluir nuestro hacia El y de Dios a nosotros. La tarea nuestra en la oración, en su sentido más amplio y verdadero, es fomentar esa corriente que no queremos que se detenga.

Hoy, que comenzamos otra vez el tiempo de Cuaresma, es muy oportuno considerar expresamente ese convencimiento tan básico y tan del fundamento de nuestra vida. A partir de él y guiados por el Espíritu Santo --dulce huésped del alma, luz beatísima--, brotarán en cada uno consecuencias eficaces, propósitos de mejora. Porque no debemos conformarnos con vernos iluminados por la claridad de Dios, que colma de sentido y seguridad nuestra existencia. La plenitud que, gracias a El, sentimos debe ser punto de partida, además de motivo de alegría y agradecimiento. Dios se nos ha mostrado y nos ha revelado lo que somos y podemos por El.

En esta nueva Cuaresma nos encomendamos al auxilio de Dios nuestro Señor, para ser capaces de esa vida a la que estamos destinados en libertad por el amor de Dios. Necesitamos su auxilio, porque una y otra vez sentimos la tentación de ignorar a Dios, aunque no sea expresamente. De tal modo tendemos a metemos en nuestras cosas, que ni las hacemos por El ni encontramos momentos para la meditación: esa reflexión necesaria acerca de Dios y nuestra vida en El.

Arrepentidos de los defectos que reconocemos, con deseos sinceros de agradar más a Dios y suplicando confiados su auxilio, iremos concretando propósitos que serán eficaces en la medida de nuestra humildad. Porque no hay más remedio que proponerse expresamente "desaparecer de la escena"; ante nosotros y ante los demás: ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca, decía el beato Josemaría. De otro modo podría sucedernos como a aquél que, satisfecho por fin --contaba, bromeando, monseñor Escrivá--, declaraba: treinta años llevo luchando por ser humilde y ya puedo descansar porque, por fin, lo he conseguido.

Es claro que debemos mejorar y que sólo es verdadero el progreso si se manifiesta en la conducta --por sus obras los conoceréis--; pero ni el crecimiento en virtud ni el prestigio alcanzado, que es manifestación de perfección, pueden ser el fin último de nuestros deseos de mejora. Debemos ser santos, y el santo vive para Dios en el sentido más radical de la expresión. Unicamente busca su gloria: todo lo demás se os dará por añadidura. De ahí que el cristiano que busca la santidad, y por eso la perfección, luchando contra sus defectos y exigiéndose más y más en virtud, no aparta sus ojos de Dios. Sólo por El se esfuerza. También por Dios, procura incluso que su buena conducta sea conocida, siguiendo aquel otro consejo de Jesús: Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos. Porque, en el fondo, siempre es la gloria de Dios lo que busca.

Es lo mismo que, con ejemplos prácticos, esponone Jesús en este otro pasaje de san Mateo que hoy contemplamos al comenzar la Cuaresma: Guardaos bien de hacer vuestra justicia delante de los hombres con el fin de que os vean; de otro modo no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los Cielos. E insiste el Señor en que hagamos el bien sólo para nuestro Padre Dios, sin caer en la farsa de dobles intenciones; como sería buscar su amor y su premio, y un aplauso humano a modo de anticipo.

Vigilemos con la luz del Paráclito, para descubrir intenciones torcidas que puedan desviar de Dios la eficacia de nuestros esfuerzos por ser mejores. Y tengamos confianza en su amor generoso, ¡espléndido!, de Padre con sus hijos buenos.

María es siempre luz animante, también cuando las cosas cuestan, como ahora, en esta Cuaresma, en que nos hemos decidido por Dios más "decididamente", y notamos también más la fatiga al negarnos en tantas cosas.