Oración y vida de oración

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

 Nos quedamos tan sólo con los primeros versículos de estas palabras de san Mateo que hoy nos presenta la Iglesia, Nuestra Madre: oración perseverante de Cristo. De Jesús que, por su vida divina en el seno del Padre y el Espíritu Santo, no precisaba de especiales momentos –siendo Dios– para mantener un trato del todo íntimo con las otras dos Personas. Sin embargo, como hombre ante los hombres, desea que se le vea rezar. La oración, diálogo amoroso contemplativo con Dios, se puede decir que constituye como el núcleo de la vida de Cristo. Todo momento de Jesús es respuesta y manifestación en el mundo de los hombres de un inmenso amor divino. Y su mensaje evangélico, es decir, la noticia definitiva que vino a traer a este mundo de parte de Dios, viene a ser en sustancia que podemos hacer oración.

        Por su vida, muerte y resurrección, se cumple, llegada la plenitud de los tiempos, según afirma san Pablo, el plan de amor ideado por Dios para el hombre desde el principio. Quiso Dios, en efecto, que entre todas las criaturas, el hombre pudiera conocerle y amarle. Para que esto fuera posible creo Dios al hombre a su imagen y semejanza. Eso que llamamos dignidad humana consiste propiamente en la realidad inigualable de poder conocer y amarle a Dios, que nos eleva así sobremanera por encima del resto de la creación.

        Hacer oración, hablar con Dios, mantener un trato personal con el Señor de cuanto existe: he aquí el fundamento de la grandeza y dignidad humanas. Parece, en todo caso, que la oración es el punto de partida y fundamento de la dimensión –indescriptible en plenitud– que el hombre posee. Todo lo mejor del hombre arranca de la oración, por cuanto en ella somos conscientes de nuestro valor y a partir de la oración resolvemos ser consecuentes en el ejercicio de la libertad con la gran verdad de la vida humana: que Dios nos espera en cada instante y por toda la eternidad. Quien no hace oración, por así decir, vive ajeno a sí mismo. Y la oración es fundamento porque Dios nos habló primero, pues, teniendo capacidad de escucharle y responderle –asimismo por iniciativa divina– reafirmamos nuestra categoría en la medida de la oración: un hombre vale, pues, lo que vale su oración.

        Cuando se hizo de noche seguía él solo allí, manifiesta el Evangelista. Ningún otro hombre le acompañaba. Pero ciertamente nunca un hombre está solo. Aunque pueda sentirse solo, aun pudiendo echar de menos a ciertas personas, los seres humanos en todo momento –queriendo– podemos estar en relación con Dios: en Él vivimos, nos movemos y existimos, afirmará el Apóstol. Podemos no darnos cuenta, según las circunstancias, o incluso ignorar esa proximidad inmediata divina de modo habitual, mientras Dios nos contempla como un Padre. Pero Jesús quiere mostrarse como perfecto hombre rezando en múltiples ocasiones, según nos muestran los evangelistas. Reza de modo expreso, con toda naturalidad, como lo más razonable en algunas circunstancias: ante sus apóstoles, con ocasión de acontecimientos más especiales, antes de algunos milagros, en oraciones de agradecimiento, de súplica, de alabanza al Padre, intercediendo por los hombres y finalmente a ofreciendo confiadamente su vida.

        Los Apóstoles comprendieron bien la necesidad de la oración y piden a Jesús que les enseñe. Orad así, les dice:

         Padre nuestro, que estás en los cielos,
         santificado sea tu Nombre;
         venga tu Reino;
         hágase tu voluntad,
         como en el cielo, también en la tierra;
         danos hoy nuestro pan cotidiano;
         y perdónanos nuestras deudas,
         como también nosotros perdonamos
         a nuestros deudores;
         y no nos pongas en tentación,
         sino líbranos del mal.
        
         Mucho debemos meditar la oración que el Señor enseñó a sus apóstoles y la Iglesia nos propone de continuo. Y tanto en la forma como en el contenido. Ese tono confiado, humilde y filial a la vez, es el propio de la oración. Será bueno, pues, recitar el Padrenuestro con frecuencia intentando calar más y más en el sentido de sus palabras. Tratando de sentirnos destinatarios directos de la enseñanza de Jesús a sus discípulos cuando le preguntaron cómo orar.
        
         Como la vida cristiana debe ser de santidad y, por tanto, de oración, ésta empapará, por así decir, la actividad de toda nuestra jornada. Conocemos, sin embargo, la tendencia tozuda a pensar en nosotros mismos, que parece querer echar por tierra esos nobles ideales. Por eso, se hace necesario, para todo cristiano consecuente, asegurar unos momentos delicados a la oración. Bien consientes de que en general nos obligan bastantes actividades, es preciso incluso adoptar la decisión de conceder a esa oración concreta la importancia, al menos, que damos a otros quehaceres que no podemos omitir. De otro modo, el trabajo intenso y hasta frenético, tan propio de nuestros ambientes culturales, siendo bueno y de suyo santificable, acabará tomando un protagonismo excesivo –como si se tratara de eso en nuestra vida–, en lugar de ser lo que materialmente nos ocupe –sea lo que fuere– una ocasión para amar a Dios.

        ¿No?... ¿Porque no has tenido tiempo?... —Tienes tiempo. Además, ¿qué obras serán las tuyas, si no las has meditado en la presencia del Señor, para ordenarlas? Sin esa conversación con Dios, ¿cómo acabarás con perfección la labor de la jornada?... —Mira, es como si alegaras que te falta tiempo para estudiar, porque estás muy ocupado en explicar unas lecciones... Sin estudio, no se puede dar una buena clase.
         La oración va antes que todo. Si lo entiendes así y no lo pones en práctica, no me digas que te falta tiempo: ¡sencillamente, no quieres hacerla!

        Podemos acudir al beato Josemaría, que escribió esas palabras, para que nos enseñe a no olvidar –en medio de nuestros muchos quehaceres– que lo nuestro es Dios y, consecuentemente, la oración o trato con Él.

        La presencia, en el corazón y en la mente, de nuestra Madre del Cielo nos garantiza el trato con Dios, y que pondremos los medios para que sea más intenso de día en día.