Nuestra Señora la Virgen del Rosario

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

San Lucas (Lucas 1, 26-38) relata bien cómo Dios manifiesta su voluntad a María. Lo hace de un modo singular: a través de un ángel. Así lo requería la importancia del asunto. Nada ha sido ni será nunca tan importante como la encarnación del Verbo. Cierto. ¿Pero puede ser poco importante algún querer de Dios? ¿Puede ser interesante, pero sólo hasta cierto punto, lo que Dios me dice, lo que espera de mí?

Antes de nada, aprendamos de María…:

—Dios mío, quisiera escucharte yo también, con mi oído interior atento, sin filtros de prejuicios. No vaya a ser que casi sólo oiga lo de siempre: lo mío, mis palabras, muy razonadas, sin duda, sí, pero no tuyas.

Necesito librarme de ese monólogo permanente, de esa especie de diálogo continuo conmigo mismo, aunque pierda la tranquilidad y la seguridad de no tener quien se me oponga.

María, que es la misma inocencia y no desea otra cosa sino agradar a su Dios, alienta sin cesar su disposición de servirle. Vive todos los días de la ilusión por complacerle en cada detalle poniendo todo su ser en amarle.

Se siente contemplada por su Creador y a la vez segura, sabiendo que el Señor conoce el más delicado movimiento de su espíritu y la mira, mientras ella, llena de paz y alegre como nadie, va plasmando en sus obras el amor que le tiene.

María se turbó… Acababa de escuchar un singular saludo, que era la más grande alabanza jamás pronunciada. Con su clarísima inteligencia había entendido bien: era un saludo de parte de Dios, un saludo afectuoso a Ella de parte del Creador. Las palabras que escucha indican que el mensajero viene de parte Dios, que conoce la intimidad entre Dios y Ella, por eso se dirige a María, pero no por su nombre. En ella, lo más propio, más aún que su nombre, es su plenitud de Gracia. Así la llama el Angel: Llena de Gracia. Es la criatura que tiene más de Dios y María correspondió libremente –con el suyo– al Amor de Dios.

A partir de la disposición de María el Angel le transmite su mensaje. No temamos a Dios, que «busca al hombre movido por su corazón de Padre» (JPII).

Las palabras de Gabriel –tan intensas– y lo inesperado del mensaje, posiblemente sobrecogieron a Nuestra Madre, pero no tenía por qué temer –le dice el Angel. Su presencia ante ella, por el contrario, era motivo de gran gozo: el Señor la había escogido entre todas las mujeres, entre todas las que habían existido y las que existirían: el Verbo Eterno iba a nacer como Hombre, para redimir a la humanidad, y Ella sería su Madre.

¿Tenemos miedo a Dios. Tememos pensar si esto o lo otro será de su agrado?

No se puede pensar en la respuesta de María como en algo independiente de sus disposiciones habituales; su sí a Dios vino a ser la formalización actual de lo que siempre había querido.

—Señor, que vea; te pido como Bartimeo. Que Te vea. Que vea qué esperas de mí. Quiero escuchar tu llamada, en cada circunstancia de mi vida y, como María, para mi vida entera… Entiendo que conoces los detalles de mi andar terreno y prevés lo que llamo bueno y lo que llamo malo: todo es ocasión de amarte. Ayúdame a intentarlo sinceramente, de verdad. Enséñame a hacer tu voluntad, porque eres mi Dios (Ps). Enséñame a confiar en tu Bondad omnipotente.

No temas, María –le dice, antes incluso de manifestarle en detalle la Voluntad del Señor. Y, luego, el mensaje mismo incluye los motivos de seguridad y optimismo: que cuenta con todo el favor de Dios y que será obra del Espíritu Santo la concepción, manteniendo así su virginidad. Finalmente, recibe también una prueba de otra acción sorprendente de Dios, la fecundidad de Isabel, porque para Dios no hay nada imposible. –Concluye el arcángel.

Cuando nos habituamos a comtemplar a Dios –Señor de la historia: de la mía– presente en los sucesos de cada jornada, tenemos paz. Lo sentimos con un Padre –Dios– inspirando y protegiendo cada paso nuestro. Queriéndonos.

—Es que no comprendo por qué “esto” que, sí; es lo mejor, seguro que agradaría a Dios pero me cuesta…; es precisamente lo que debo hacer. O lo “otro”, que llamará la atención, y quizá entonces comenten…, o al menos pensarán… ¿Y por qué más, si ya hago esto y lo otro…? Además, no es obligatorio.

Y el Señor nos comprende y nos sonríe con el cariño de siempre: ¿Me quieres? –le escuhamos. Y ya sabemos que a la pregunta por el amor se responde con la vida: obras son amores…

—Ayúdame, Señor, a decirte siempre que sí. Auméntame la fe para ver más claramente qué esperas de mí cada mañana y cada tarde: Os invito a que vayáis recogiendo durante el día –con vuestra mortificación, con actos de amor y de entrega al Señor– miligramos de oro, y polvillo de brillantes, de rubíes y de esmeraldas. Los encontraréis a vuestro paso, en las cosas pequeñas. Recogedlos, para hacer un tesoro en el Cielo, porque con miligramos de oro se reúnen al cabo del tiempo gramos y kilogramos, y con fragmentos de esas piedras preciosas lograréis hacer diamantes estupendos, grandes rubíes y espléndidas esmeraldas.

El “sí” de María, el día de la Anunciación, fue a ser Madre de Dios. El Verbo se hizo humano en sus entrañas, por el Espíritu Santo y su consentimiento. Nuestros “sí” a Dios de todos los días se parecen a los que Nuestra Madre pronunciaba de continuo, amando a Dios en cada momento y circunstancia de la vida. Eran, en María, enamoradas afirmaciones –silenciosas casi siempre– de una conversación que no termina, como no terminan nunca las palabras de los enamorados aunque sólo se miren. Madre mía enséñame a querer.

  

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