No se deja ganar

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

Una vez más, con este pasaje de San Marcos (Mc 9, 2-10) que nos ofrece hoy la Iglesia, aunque podríamos haber aprovechado cualquier otro fragmento evangélico, queremos dar gracias a Dios nuestro Señor y Padre. En todo caso, la fiesta de hoy, la Transfiguración del Señor, nos hace especialmente fácil si cabe dar gracias. Contemplamos, acompañando a Pedro, a Santiago y a Juan, la generosidad sin medida del Señor. Caemos, una vez más, en la cuenta de que así es el Señor con los hombres: continuamente se da, una y otra vez intenta favorecernos, cada iniciativa suya incluye el deseo de acercar a los hombres a la posesión de Dios, de hacernos más conocedores del camino que conduce a la vida divina, que es nuestro destino.

        Y queremos sentirnos como aquellos tres apóstoles, queridos por Jesús, y más que queridos: queridos entre los queridos. Más amados aún que los que había escogido para que le siguieran de cerca en su vida pública, en su trabajo apostólico, en su pasión y en su gloria. Singularmente amados nos sentimos, por encima incluso de los otros que iba a dejar, tras su Ascensión a los cielos, como testigos de su vida y de sus milagros. ¡Qué nadie nos gane en deseos de ser amados por Dios y de corresponder a su amor!

        También nosotros, cada uno, además de hijos de Dios como todos los cristianos, estamos como mimados por ese Padre nuestro. Nos sentimos llamados, no ya por nuestro nombre como hijos, si no por muestro apelativo cariñoso, de ese modo que emplean los padres cuando llaman a sus hijos con un tono especialmente entrañable. Así se dirige el Señor a cada uno, porque así nos quiere. Nuestro Dios nos ha puesto en unas circunstancias ideales para que recibamos más abundante su doctrina, para que vivamos más fácilmente según su enseñanza, para que entendamos que nuestra vida es más rica, más digna, por participar de la Suya.

        ¡Gracias, Señor, porque me has querido tanto! Te pido, Dios mío, que aprenda más a valorar tu cariño; que sepa darte gracias; que aprenda a corresponder. Primero, quizás, que aprenda a sentirme mirado, contemplado con esa mirada paternal con que Tú miras. Porque a veces me quedo casi sólo en pensar que tengo obligaciones, en la exigencia por el compromiso adquirido, en la responsabilidad que supone tanto Don del Cielo.

        Tendría que aprender de Nuestra Madre, la Virgen. Ella lo tiene muy claro: Alaba mi alma al Señor y exulta mi espíritu en Dios mi Salvador, porque se fijó en la humildad de su esclava... Y parece como si antes de toda su entrega generosa debiera gozarse, disfrutar por la "suerte" que ha tenido. Y no es únicamente una alegría personal, íntima, que no aflore al exterior: Me llamarán bienaventurada todas las generaciones, proclama. Para que nos quede muy claro a todos que no hay –que no ha habido nunca ni puede haber– felicidad como la suya, felicidad como la que se siente al saberse mirados por Dios de esa forma.

        María se sabe elegida, contemplada como hija predilecta, y sólo por eso es inmensamente feliz. Todavía no es la Madre de Dios, aunque estaba en vías de serlo; aún no es la Reina del Cielo, la Reina de los Angeles, la Reina de la Iglesia, de los Santos y de los hombres; no gozaba de la gloria de la Asunción de ni de todo lo que le vendría por ser la Madre de Dios y proclama ya con inmensa alegría su contento.

        Nuestra Madre es una de nuestra raza, una criatura, la maravillosa por excelencia ciertamente, pero limitada. No puede comprender, aunque lo entienda mejor que ninguna otra mente, la grandeza de su maternidad. María confía: Hizo en mí cosas grandes el Todopoderoso. Parece convencida de que, siendo Dios y la misma Bondad, del Señor sólo pueden venirle bienes. Cosas grandes, afirma. No sabemos si no entra en más detalles por no sentirse capaz de ponderar justamente lo que ha recibido de Dios o, tal vez, porque, confiando plenamente en su Creador, ni se ha parado a pensar en lo que recibirá en de El por su fiat. Entregada, Esclava del Señor, como se sentía, no tenía cabeza ni corazón para otra cosa que no fuera agradar al Señor en cada instante.

        Pero volvamos a nuestros Apóstoles. Los hemos dejado subiendo a un monte alto acompañando a Jesús. Los eligió a ellos, no sólo para que le acompañan en el que el trayecto, sino para hacerles más partícipes que a los otros de su gloria, para que gozaran con su presencia, más sobrenatural que de ordinario. ¡Qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas!, dice Pedro fascinado. Habían contemplado ya milagros; ellos mismos posiblemente los habían hecho; habían escuchado a las muchedumbres más de una vez aclamar a Jesús como Rey; y a ellos mismos, por ser discípulos, los trataban con una especial consideración: como aquellos griegos que se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y comenzaron a rogarle: Señor, queremos ver a Jesús. Pero lo de ahora es todavía más especial.

        Aquel día Jesús mostró a sus tres predilectos –misterio de amor divino es esa predilección– una brizna de su gloria, de lo que Dios les tenía preparado junto a Él. Es lo que tenemos prometido, asimismo, cada uno de nosotros: otro motivo más de alegría y te gratitud que se añade al honor de la elección. ¿Nos sale espontáneo ese agradecimiento, una felicidad fácil y sobrenatural, contagiosa con los que nos tratan, que casi sin querer es anzuelo de pescador de almas?

        Ya ha resucitado Jesús de entre los muertos. Es el momento, pues, de comentar de nuestra “suerte”, y de alegarnos cantando ante el mundo, de modo sencillo y espontáneo como Nuestra Madre, la maravilla de Cristo glorioso, a cuya vida hemos sido llamados.