La voluntad de Dios (Lc 3, 10-18)

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

Otra vez consideramos las palabras del Bautista. Juan, por su franqueza y amor a la verdad, es incontestable: sus palabras no admiten réplica. La gente le pregunta confiada sobre cómo proceder porque es profeta, enviado por Dios al pueblo para conducir a los hombres hasta Él, y también porque habían descubierto en él, en sus palabras y en su conducta, abundantes motivos de confianza. Posiblemente fuera la sobriedad de su vida y el declarar siempre la verdad delante de cualquiera –aunque pudiera padecer por esa verdad–, lo que le hacía atractivo: las muchedumbres que acudían para que los bautizara.

        La escena del Precursor, recordando la Ley de Dios a la gente, ante la inminente aparición del Mesías, y predicando un bautismo de penitencia para remisión de los pecados, reclama también hoy de nosotros, ya cristianos, un examen tal vez más detenido que otras veces. Se tratará primeramente de reconocer –como animaba Juan a los publicanos, a los soldados...– si nos comportamos mal en algo de nuestro oficio, o tal vez de nuestras relaciones familiares o de convivencia. Es fácil que, por nuestra debilidad o incluso por maldad, vengamos consintiendo en modos imperfectos de actuar: por pereza, por precipitación, por egoismo, por sensualidad, por orgullo... Y, antes de nada, habremos de arrepentirnos de lo que viene siendo una mala conducta.

        Así como la franqueza de Juan el Bautista, ejemplificando los posibles pecados, reclamaba la sinceridad de la gente para reconocerlos, también nosotros debemos ser veraces con nosotros mismos, hasta admitir el mal comportamiento, el descuido frecuente, la falta habitual, o quizá el pecado que, si menos frecuente, fue real en "aquella" ocasión. Pidamos al Señor luz para contemplarnos como somos, y valentía para reconocernos con defectos, pues sin duda los tenemos. No seremos peores por vernos de verdad, al contrario, si nos sabemos imperfectos, y no en general..., como todo hombre..., sino con defectos concretos de los que somos culpables; al menos, no seremos ignorantes e ingenuamente inocentes.

        Luego, claro, es necesario tomar medidas para cambiar, poniendo de nuestra parte esfuerzo. Pero lo haremos con la ayuda de Dios, que nos quiere mejores y, siendo sus hijos, no nos deja de su mano en el empeño por no ofenderle. Empeño que, en el cristiano, siendo en todo caso por amar a Dios, no es un esfuerzo titánico o desesperado y sin paz, sino un deseo humilde y constante de hijo, que quiere cumplir la voluntad de su Padre Dios, con la luz y la fuerza que Él le presta.

        Pero no espera Dios de sus hijos los hombres que no le ofendan. Si nos hubiera creado para no ofenderle bastaría con que hubiéramos sido animales o plantas, por no mencionar otros elementos de la naturaleza que no pueden amar. Esto espera Dios de sus hijos los hombres y –en este mundo– sólo de ellos: amor. Dame hijo mío tu corazón, nos dice. La pregunta que nos hacemos, porque también nos la hace el Señor, es si le estamos queriendo. Una pregunta ciertamente difícil de contestar, al menos difícil de contestar con precisión. Fácilmente podríamos decir: sí, por supuesto, yo amo a Dios. Pero enseguida reconocemos que hay medidas en el amor y que tal vez el nuestro por Dios no sea el que merece de nosotros.

        Recordaremos posiblemente aquel punto de Camino, de san Josemaría Escrivá, que anima a preguntarse por la medida del amor:

        Me dices que sí, que quieres. —Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro, como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores o como un pobrecito sensual su placer?
        —¿No? —Entonces no quieres.

        Pidamos a Dios, poniendo por intercesora nuestra a su Madre que lo es también de cada uno, que aguardemos la llegada del Señor queriéndole, deseándole con todas las fuerzas. No sabremos amarle como se merece, ni corresponder justamente a sus gracias; podemos, sin embargo, llenarnos de afán de purificación para que nada en nuestra vida le desagrade, para que en todo sea –cada pensamiento, cada acción– un modo de quererle y, en este tiempo de Adviento, un modo de disponernos mejor para su venida. No nos queramos acostumbrar. Rechazemos la rutina; que no es la venida del Señor como otras cosas o acontecimientos que esperamos, por importantes que sean. Nuestro Dios es único, incomparable aunque llegue al mundo como los demás hombres, aunque pocos le acojan y algunos incluso le marginen.

        Nosotros, con ayuda de Santa María, queremos disponernos muy bien, para colmar a Jesús, que viene al mundo en Navidad y continuamente a nuestra vida, de todo nuestro cariño.