La virtud de la pobreza

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

Entre los varios detalles que podrían ser objeto de nuestra meditación en este domingo, a partir del fragmento del evangelio según San Lucas (Lc 16, 19-31) que hoy nos ofrece la Iglesia, nos fijaremos esta vez, de modo particular, en la virtud humana y cristiana de la pobreza. Conviene declararlo de ese modo desde el comienzo de nuestras consideraciones, precisamente porque está muy extendida la convicción de que pobreza es únicamente sinónimo de lamentable desgracia. Se trataría, de acuerdo con esa mentalidad, muy presente en los medios de comunicación y en el hablar cotidiano, de uno de tantos males como pueden pesar sobre los hombres: como la enfermedad, el deshonor, la opresión injusta o la guerra. La pobreza, en fin, sería una lacra que condiciona decisivamente a la existencia de algunas personas, de ciertos pueblos, que afecta modo particular a amplias regiones del planeta. La pobreza reclama, en consecuencia, la solidaridad, de la comunidad internacional, por una parte; y también de cada uno en concreto, pues cada uno somos responsables de que nuestros semejantes, los demás hombres, esos que están al alcance de las propias posibilidades de ayuda, tengan una vida digna. Así entendida, la pobreza sería una lesión a la dignidad de la persona.

Lázaro, el hombre pobre y enfermo que pasaba la vida junto a la opulencia del rico, se nos presenta como paradigma de bastantes situaciones actuales. A la vuelta de veinte siglos, las palabras que hoy consideramos, nos recuerdan situaciones actuales de idéntica desigualdad; y, no pocas veces, es una clamorosa injusticia lo que he propicia tal estado de cosas. El difícil que se pueda exagerar en esta cuestión sobradamente conocida por todos, que divulgada de modo continuo por los medios de comunicación, bastantes veces se conoce, sin embargo, de modo bastante parcial, sin el dramatismo que le es propio. Recordemos que los medios difusores de noticias y de información, están habitualmente en poder de los ricos y a ellos sirven.

¿Qué pretenden los que desean ser ricos según el mundo? Parece que sus objetivos acaban precisamente ahí: en el logro de esas riquezas y el bienestar consiguiente. Además, la experiencia antigua –según nos muestra la parábola del pobre Lázaro que padece a la puerta del rico– y actual –que cada día contemplamos en tantas desigualdades vergonzosas e injustas– nos demuestra que esa riqueza es apetecida en la práctica sin control, sin medida; y se desea egoístamente, más y más, sin que importe la situación de los que padecen necesidad. También es conocido el caso de algunos ricos que buscan de intento la pobreza, el subdesarrollo, la miseria, de los demás, para no perder así su hegemonía.

No se puede servir a Dios y a las riquezas, declaró Jesús de modo tajante. Los que se preocupan por los bienes materiales considerándolos lo definitivo, lo necesario para que su vida esté colmada de sentido, lo suficiente para la solución de eventuales problemas..., esos han errado en el sentido de la existencia humana. El dinero, la técnica, el desarrollo, la cultura, la salud, el progreso en general, la capacidad de influir o de dominio..., no pueden pasar de ser medios instrumentales. Nada de eso es malo de suyo, pero se vuelve en verdad nefasto si se lo coloca como objetivo, si no se contempla más allá otra cosa que el bienestar material y la seguridad terrena que puedan proporcionar esos medios; porque, de hecho, son sólo eso: medios. Y el que confunde los medios con el fin de su vida, ha confundido el sentido de su vida. Su existencia está destinada al fracaso, como la del pez que que se empeñará en volar: no conseguiría su plenitud en absoluto, por más que se le antojara fascinante el vuelo de las aves.

La tan conocida insatisfacción que producen en el hombre los bienes de este mundo –aunque, desde luego, alguna satisfacción producen, y por eso arrastran a muchos–, debería ser motivo, más que suficiente, para que bastantes dieran un giro decisivo a los planteamientos que fundamentan su vida, tal vez no comprometidos lo suficiente, por el momento, con la búsqueda decidida de Dios mismo. La pobreza, entendida como desapego intencionado de las cosas, para que sea Dios el fin último del hombre, pasa a ser así una virtud. En este contexto se entienden bien las palabras Jesucristo, alabando a los pobres: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos. De "espíritu", dice el Señor. No sería pues obstáculo para la pobreza cristiana tanto la materialidad de poseer, cuanto el apego a lo que se tiene; por eso no sería pobre, en el sentido evangélico de la palabra, el que teniendo poco parece obsesionado con lograr más como objetivo último o decisivo de su existencia.

Así lo explica el beato Josemaría: No consiste la verdadera pobreza en no tener, sino en estar desprendido: en renunciar voluntariamente al dominio sobre las cosas.

—Por eso hay pobres que realmente son ricos. Y al revés.

Y a propósito de tantas cosas buenas, apetecibles: Despégate de los bienes del mundo. —Ama y practica la pobreza de espíritu: conténtate con lo que basta para pasar la vida sobria y templadamente.

—Si no, nunca serás apóstol.

¿Qué tendría Santa María para Sí? Ante todo –como deseamos cada uno–, tenía a Dios. Nos ponemos bajo su protección, pidiéndole nos recuerde, cuantas veces sea preciso, que sólo Él deber es nuestro Tesoro.