La vida eterna Jn 3, 13-17

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

En la Cruz de Jesucristo Dios nos manifiesta su amor. Las palabras, del Evangelio según san Juan, que meditemos hoy brevemente siguiendo la Liturgia de la Santa Misa para este día, son un comentario de Nuestro Señor a Nicodemo, hablándole de la vida que quiere Dios para los hombres, y que Jesús nos conseguiría con su muerte y resurrección.

También nosotros, a pesar de nuestros defectos, de nuestros egoísmos, somos capaces de dar cosas buenas a quienes amamos. Por los que queremos con todo el corazón somos capaces de cualquier esfuerzo. Estamos dispuestos también –si fuera preciso– a sacrificar lo más apetecible, con tal ayudar, proteger, consolar o favorecer de alguna forma a los que amamos. La medida de nuestro esfuerzo desinteresado es la medida de nuestro amor. De hecho, es habitual escuchar como argumento definitivo y prueba de la autenticidad y grandeza de un cariño, el conjunto de las renuncias soportadas por él; o, dicho positivamente, la cantidad y calidad de los bienes que se han entregado para favorecer a quien amamos. Así pues, cuando queremos de verdad, aunque nos enriquecemos verdaderamente –y mucho– amando, es indudable que padecemos también una cierta pérdida. Es el sacrificio, que de buena gana hacemos al amar.

En Dios no puede darse mengua alguna. Dios a nada renuncia cuando ama a los hombres, y nos sana y enriquece más de lo que puede hacerlo el mejor bien de la tierra. Siendo el Amor mismo subsistente e infinito, no es concebible en Él la privación. El dolor que acompaña siempre al amor humano –"la piedra de toque del amor es el dolor", se suele afirmar– es una manifestación más de nuestra finitud y precariedad. No pocas veces, ese dolor unido a nuestro amor, es la triste consecuencia de la humana miseria, pues es imprescindible romper con los apegos de la concupiscencia, de la comodidad, del orgullo, del capricho..., de paso que vamos purificando nuestros afectos y los dirigimos a quienes conviene y según conviene, para agradar a Dios. Amamos, pues, entre el dolor y la renuncia que nos supone el desapego a nuestros caprichos, para poder ocuparnos de los demás.

En otros momentos insistirá Jesucristo en la necesidad de seguirle con nuestra cruz de cada día, si queremos ser de los suyos. Que el cristiano –el de Cristo– debe llevar una vida exigente –de cruz–, es algo muy sabido por todos, no solamente por los hijos de la Iglesia. Pero en las palabras de san Juan que hoy consideramos, Jesús nos habla de su Cruz, que es una Cruz de amor: de amor por los hombres. Los bienes que nos enriquecen a partir de esa Cruz, que es su Pasión en el Calvario, son innumerables. Todas las virtudes hechas vida en Jesús, saltan a la vista, para quienes contemplan con algún detenimiento las tremendas escenas de su crucifixión y muerte en la Cruz. Hasta el fin de los tiempos quedan ahí –fielmente reflejadas en el Evangelio– para nuestro ejemplo. Y nos enriquecemos humana y sobrenaturalmente de ellas, si tratamos de imitarlas y las pedimos con humildad a Quien más nos quiere y a la medida de Cristo, más todavía que nosotros mismos.

Podemos afirmar, sin duda, que Jesús sobre el Calvario, siendo como siempre perfecto Dios y hombre perfecto, nos resulta, sin embargo, allí, especialmente notoria su humanidad y su divinidad. Situémonos de modo ideal frente a Cristo paciente, marchando con la Cruz y ya en la cumbre del Gólgota, para tomar la medida de lo que falta aún a nuestra perfepción. Parece necesario interesarse por la conducta y sentimientos de Jesucristo para llegar a valorar la Vida Eterna: inigualable tesoro que Él nos ha ganado con su muerte. Según recuerda el propio Jesús: así debe ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga Vida Eterna en Él. La Vida abundante, de la que nos hablaba otras veces, nos corresponde por su Cruz para una existencia eterna.

Es la manifestación final del divino amor por los hombres. Un amor que requería la entrega del Hijo, para que nos mereciera la reparación del pecado. Un amor sobreabundante, que nos convierte en hijos de Dios: coherederos con Cristo, en la expresión del Apóstol. Por los sacramentos, y de modo singular por la Eucaristía, nos hacemos partícipes de los méritos del mismo Cristo muriendo en la Cruz. Este es el sentido de la venida al mundo de Jesús: hacernos participar en en su misma Vida Eterna. Debemos, por tanto, desechar otros pensamientos menos rectos y demasiadas frecuentes, por desgracia. Para algunos, en efecto, el Cristianismo consiste, más que nada, en un conjunto de preceptos o condiciones de vida que debemos guardar. El fiel cristiano lleva así, en la práctica, una existencia atemorizada por miedo a las penas que caerán sobre él si se aparta de los mandamientos.

Se trata, desde luego, de una visión deformada monstruosa del mensaje salvador y, en consecuencia, de Jesucristo, que nos lo ha mostrado de modo espléndido. El mismo Jesús así manifiesta, según acabamos de recordar con las palabras que nos transmite san Juan: Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Concretamente, en su Cruz no vemos afán de revancha o rencor, ni odio, ni falta de esperanza o de paz; por el contrario, allí brilla el perdón, el interés por los demás hasta su último instante, una paz inmensa en la tarea bien concluida, absoluta confianza en Dios y en su Bienaventuranza, y, sobre todo. mucho amor.

Celebramos, pues, esa Cruz en el día de hoy. Y damos gracias a Dios, a través de Santa María, su Madre y Madre nuestra, porque nuestras penas y dolores unidos a la Cruz de Cristo pueden ser ocasión de alegría infinita y eterna, por voluntad de Dios.