La vida como ocasión de amar

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

          Lo que sucedió aquel día, hace casi dos mil años, nos resula plenamente actual. La condición humana –herida por el pecado original– y nuestro mal uso de la libertad son ocasión de manifestaciones de egoismo y desconsideración, como la que narra san Lucas y la Iglesia hoy nos recuerda. 

          Pidamos al Espíritu Santo su luz para nuestro corazón, de modo que contemplemos las diversas circunstancias de nuestra existencia y, en general, de la vida de los hombres con los ojos de Cristo. Supliquémosle comprender el valor de la bondad natural, del agradecimiento, de la generosidad... Es necesario captar la verdad profunda, para muchos escondida, de aquella enseñanza permanente de Jesús, según la cual es mejor dar que recibir, atesorando así verdadera riqueza en los cielos. 

          Lamentablemente, domina hoy –como en otros tiempos– una cultura de intereses materiales para la que la categoría individual se relaciona directamente con el confort, la capacidad de éxito social, la riqueza, la salud, etc. Ser agradecido, ayudar a los que nos rodean o terminar bien un trabajo, no tendría, en cambio, especial interés a menos que se apreciara con claridad un cierto beneficio por ello. Estamos habituados a contemplar esta actitud con demasiada frecuencia. Y, de tal modo vamos a veces a lo nuestro, que a ni se nos ocurre que podríamos dedicarnos –con nuestro tiempo, nuestro esfuerzo, nuestros medios– a favorecer a otros que conocemos con necesidades de diverso tipo, o que podemos conocer fácilmente, pues no faltan en la red 

          Bastantes carecen de la necesaria formación espiritual-religiosa. Es un hecho muy fácil de comprobar. Lo notamos a diario en las conversaciones con amigos y conocidos. ¿Qué actitud tomo ante esa deficiencia en personas que conozco? Porque hay quien se prepara especialmente bien, pensando no sólo en su personal necesidad: el deber de conocer a Dios y la doctrina cristiana para agradarle con la propia vida, sino también considerando que se puede y se debe ayudar a otros a ser mejores y, para ello, se requiere una específica formación doctrinal. Son personas que no sólo piensan en sí y en lo suyo, sino también en lo ajeno y actúan en consecuencia. 

          Jesús merecía agradecimiento después de aquel gran milagro, lo exigía la justicia aunque no pudiera, en rigor, calificarse de delito la actitud de los que no volvieron a dar las gracias. Y es que estamos demasiado habituados a realizar las cosas por las malas: porque si no... sufriremos las consecuencias. Parece que tiende a desaparecer la cultura de la generosidad, según la cual, "si puedo hacer el bien lo haré". Ciertamente me costará, pues tendré que renunciar a una actitud más cómoda o a cierto beneficio mío –que no es necesario, por otra parte– en favor de otro, pero así actúo bien. Con este criterio se comportó aquel samaritano, curado de la lepra por Jesús. 

          Se reclama para la vida cristiana, tal como la pide Nuestro Señor a todos, una actitud siempre positiva, de amor. Es típico del cristiano una vida magnánima, de la que Jesús nos da buen ejemplo: pero vayamos a otras ciudades –dice a sus discípulos tras algunos milagros o después de haber enseñado en cierto lugar– para que también allí enseñe la Buena Noticia. No se conforma con el bien realizado, ni únicamente sale al paso de las necesidades que unos y otros le manifiestan, particularmente en su salud corporal. Cuando ha concluído en una ciudad, enseguida se dirige a otra donde presupone que vendrá bien su ayuda y su doctrina. Por lo mismo, se adelanta –sin que se lo pidieran– con otro prodigio, en aquella otra ocasión, compadecido de la muchedunbre que pasaría hambre: Me da mucha pena la muchedumbre, porque ya llevan tres días conmigo y no tienen qué comer, y no quiero despedirlos en ayunas, no vaya a ser que desfallezcan en el camino. Así son los sentimientos de Cristo, que deben ser modelo de los nuestros. 

          ¿Qué más puedo hacer?, ¿a dónde más puedo llegar?, ¿cómo puedo ayudar mejor a esa persona?, ¿qué más podría hacer por ella? Necesitamos esa actitud de amor propia de Dios, que no ganaba nada haciéndose hombre, que no perdía nada si no se hubiera encarnado. ¡Qué bien se expresa san Juan, diciendo: ¡Dios es amor! Es donación eterna de máximo bien. Démosle gracias porque a ningún otro ser, como al hombre, ha favorecido tanto: nos hizo hijos suyos en Jesucristo. Pidámosle perdón porque no sabemos valorar su cariño. Incluso a veces podemos ver solamente una carga en lo que nos pide, y no ante todo una oportunidad de desarrollo personal, una oportunidad, una ocasión de amarle, y de enriquecernos de verdad con su amor. 

          Es claro que, siendo así por voluntad divina nuestra existencia: destinada a la intimidad y perfección con El; no está, sin embargo, exenta de esfuerzo y de dolor. La dimensión de trabajo, que acompaña cada uno de nuestros días, es lo que garantiza la libertad humana, lo que asegura que no hacemos las cosas movidos por un instinto, ni por la mayor facilidad del asunto de que se trate. Si nos proponemos algo porque es bueno y lo hacemos aunque nos cuesta, es porque reconocemos en nuestro deber la voluntad de Dios y en nuestro querer el amor que le tenemos: ¡Démosle gracias! 

          A nuestra Madre le rogamos que nos consiga de la Trinidad Beatísima una fe a la medida de su fe, para que nos sintamos, como Ella, dichosos por la elección divina e ilusionados contemplando en el horizonte de nuestra existencia, junto a cada mandamiento, una permanente ocasión de amar.

 Obtenido en: fluvium.org