La verdad del hombre

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

Parece retratarse con esta parábola (Mt 13, 1-23)–actual hoy como nunca– a la perfección la actitud de bastantes en nuestro tiempo. Eso de no captar lo que está ante los propios ojos, porque no se quiere contemplar ni reconocer; de no oír lo que de continuo se escucha, porque no se quiere atender ni saber; de no conmoverse por lo que clama al cielo, porque sólo interesa lo propio por mucho que se diga lo contrario, es tan habitual, tan normal, llegamos a decir; tan corriente o tan frecuente, sería más preciso, que llama poco la atención. Sin embargo, la realidad es indiscutible para cualquiera. Para cualquiera, habría que precisar, que no quiera hacerse el loco.

        Las palabras de Isaías en modo alguno han perdido su vigencia con los siglos. Da la impresión de que todavía, y de modo casi universal, se nos puede incluir en ese "pueblo" que, sin contemplaciones, critica el profeta: se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y han cerrado sus ojos; no sea que vean con los ojos, y oigan con los oídos, y entiendan con el corazón y se conviertan. Porque la presencia de Dios y la realidad sobrenatural en el mundo es hoy tan clamorosa como lo ha sido siempre; para quien no haya decidido negarla a toda costa, habría que aclarar. Únicamente la tozudez humana –han hecho duros sus oídos, y han cerrado sus ojos–, únicamente un empeño pertinaz por negar a Dios en todo caso, conduce al agnosticismo de nuestros días.

        Es, al fin y al cabo, volver a lo de siempre. Esa obstinación de constituirnos en señores autónomos, sin nadie a quien responder salvo a uno mismo, como si el propio yo fuera la instancia última del bien y del mal, no ha perdido su atractivo desde el primer pecado de hombre, por más que no tenga ni pies ni cabeza. ¿Acaso nos hemos otorgado alguno la existencia y determinado la estructura humana? Más bien parece que cierto día se abrió nuestra inteligencia –nuestros oídos y nuestros ojos– a un mundo predeterminado, sobre el que no se contó con nosotros en su formación. Luego nos enteramos de tantas cosas, porque éramos personas y no plantas o meros animales, pero tampoco para esto se nos pidió parecer. Nos enteramos de que había que llevar a cabo el bien y evitar el mal, pero en libertad. En libertad, sí, pero no era indiferente. Como no es indiferente –siguiéndolo la parábola– dejarse seducir por el poder o la riqueza olvidando al prójimo mientras tanto. No da igual si tomo sin razón de lo que no es mío, si no me ocupo de unos padres mayores, si pierdo la oportunidad de un perfeccionamiento humano o profesional, etc.

        Tan sólo haciéndonos los ciegos y los sordos podríamos concluir que poco importa dar fruto o no; que la misma categoría tiene el diligente que el perezoso, el generoso que el egoísta. No obstante pretende imponerse, como criterio de moralidad, que lo correcto es llevar a cabo la propia voluntad, independiente, eso sí, de toda imposición. En absoluto se puede aducir, como condición de conducta recta, la necesidad de no dañar a otros, aunque en un alarde de generosidad con los demás se exija esta condición. Bien evidente resulta que las conductas egoístas y aplaudidas porque son libres, por mucho que quiera ignorarse, desatienden las necesidades de otros hombres, en ocasiones urgentes. Como es bien claro que, perdiendo el tiempo en diversiones desmedidas, se despilfarra riqueza, energía, tiempo de servicio, que sería muy útil para otros menos afortunados. Es triste que tantas veces no queramos contemplar la realidad. Que la fuerza de la costumbre nos lleve como a vivir de espaldas a nosotros mismos: a la verdad total de nosotros mismos.

        No se puede dejar de descubrir a un hombre con miedo en el fondo del reconocimiento de esta realidad, incuestionable hoy como en los tiempos del profeta Isaías. Miedo al sufrimiento de la entrega, del olvido de sí; miedo a perder la hegemonía de la propia historia. Pero ese miedo se debe a un engaño, a una mentira también vieja como el mismo pecado: pensar que podemos ser dioses; que la condición de criatura es indigna del hombre, como si todas las desgracias fueran a venirnos como consecuencia de reconocer esa realidad.

        Más bien sucede lo contrario y bien claro está en la historia de nuestros días. De continuo registramos la evidencia del dolor individual y colectivo que originan ese egoísmo humano que se ha dado en llamar liberación, poder hacer lo que quiero.

        La Madre de Dios ha sido y será la más feliz de la estirpe humana. Ojalá nos atrevamos a contemplar su vida y aprender.