La salvación de Jesucristo

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

Estos pocos versículos de san Mateo (Mt 9, 36-10, 8) que nos ofrece la Liturgia de este domingo expresan bien los deseos del Corazón de Cristo y cómo pone todos los medios para que podamos lograr la salvación.

        Jesucristo se siente impaciente por ver a los hombres progresar en el camino que les lleve a la Vida Eterna, su único verdadero fin. No estaban la mayoría de los contemporáneos de Jesús bien orientados, de acuerdo con las enseñanzas que, a través de Moisés y los demás profetas, Dios había manifestado al pueblo elegido. El Señor siente compasión por la gente. Le dan pena los hombres porque ama a la humanidad y, en ese estado de desorientación y abandono de Dios –sentido único del hombre– la perdición es segura.

        Poco nos hubiera ayudado con sólo lamentar nuestro estado. Siendo muy conveniente manifestar dolor y compasión ante la vida descarriada de gran parte de la sociedad, para que estemos avisados, no es, sin embargo, bastante. En todo caso, el hombre no podía por sí mismo recuperar la dignidad perdida ni perseverar sin la ayuda de Dios en su camino hacia El. Jesús se lamenta –así entendemos mejor el desvarío que supone no buscar a Dios en cada instante–, y pone remedio eficaz. Además de recordar por Sí mismo el Decálogo sin cansancio por toda Palestina, confirmando el camino que había trazado Dios por los profetas para que el hombre lo encuentre a Él, Dios, Señor y fin último, capacita a otros hombres para llevar a cabo esa misma tarea, haciéndoles partícipes de su misma misión.

        Al considerar esta decisión de Jesucristo, no podemos si no sentirnos agradecidos doblemente: porque sólo así es posible que el Evangelio llegue con su poder salvador a muchos hombres, y porque los cristianos, discípulos de Cristo, destinados a la misma tarea del Señor, gozamos del honor de poder ser cauce de las misericordias divinas. En efecto, a través de nosotros y a pesar de nuestra poquedad, incluso de las personales miserias y pecados, ha previsto Dios que llegue su salvación a otros hombres. Agradezcamos sentidamente a nuestro Creador que nos trate así en su providencia. Es un rasgo más de su paternidad. Y es justo que nos gocemos, recreándonos al considerar este otro aspecto de amor con sus hijos. No queramos ser desconsiderados ante su cariño inefable, que además de colmarnos de bien nos hace partícipes de su misma grandeza.

        Posiblemente, casi de inmediato, al reflexionar sobre la hondura y relevancia de estas verdades, caemos en la cuenta de que no ha habido mérito alguno por nuestra parte. Somos sencillas personas humanas, cargadas de grandeza por la bondad de Dios, pero nada hemos hecho para llegar a serlo. Nuestra condición, gratuitamente conseguida, es muy superior a la de los otros seres que nos rodean y que, de hecho, están justamente a disposición del hombre: nos sirven para que alcancemos nuestro fin. En cambio nosotros no somos medio o mero instrumento para nadie. Tenemos dignidad propia, pues, lo nuestro es lograr a Dios, amándole y siendo amados por El.

        Sin embargo, algunas personas viven ajenas a Dios que nos dignifica, y han orientado su vida pensando sólo en objetivos temporales e intranscendentes que, a la postre, no sacian, como sabemos bien por la experiencia. Son las modernas multitudes que, como entonces –maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor–, hoy también inspiran compasión. Y por eso, para no caer en una cómoda pasividad, queremos ayudarles cumpliendo el mandato de quien nos ha constituído sobre todo lo demás en este mundo. Gratuitamente lo recibisteis, dadlo gratuitamente, nos dice también ahora el Señor a cada cristiano. Y, con una especial fuerza, a cuantos, conscientes de nuestra dignidad –aunque también de nuestra pequeñez–, nos esmeramos cada día por el Reino de los Cielos. Queramos sentir con urgencia la reponsabilidad de ir con otros –¡con muchos!– hacia Dios.

        Es muy patente el interés de Jesucristo por mejorar a cada uno de los que encuentra a su paso. El Señor nos quiere, auténticamente hombres: como somos, pero sin defectos. Tanto se preocupa de nuestro espíritu como de nuestro cuerpo. Nos pone fácil la orientación que confiere nobleza a la existencia humana, sacándonos de situaciones lamentables de abatimiento –como ovejas sin pastor–; a la vez que, interesado por la dimensión material, sana las enfermedades, alimenta a la muchedumbre o colma de eficacia la pesca infructuosa. Así debe ser también nuestro apostolado: fruto de un interés efectivo por cada persona en su totalidad. Conduciremos a nuestros amigos hacia Dios porque nos interesan como personas. Por eso, también procuramos divertirnos con ellos; si es preciso y tenemos posibilidad, les ayudamos económicamente; nos alegramos si triunfan social o económicamente; nos duelen sus penas; y, cuando es necesario, les corregimos.

        Recordemos a la Madre del Salvador. Plenamente identificada con la misión del Hijo, la aclamamos: Reina de los Apóstoles, pues, nadie como Ella ha comprendido que nuestro bien es el amor a Dios. Pero recordamos también a María en Caná de Galilea, ocupada en conseguir el vino que dos jóvenes esposos habían olvidado. Nos enseña así a nosotros a ayudar a los demás en todo lo que podamos.