La paradoja de la felicidad

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

 

Al oír estas palabras del Señor (Mt 5, 1-12a) e imaginándonos la escena: Jesús ante un numeroso grupo que le escucha, mientras El con paciencia, pero con mucha fuerza, va detallando como han de ser los santos; no podemos sino afirmar su deseo grande de que muchos encuentren una felicidad completa. Ese "Bienaventurados" que repite una y otra vez, parece contener su deseo de vernos colmados, definitivamente satisfechos para siempre. El común destino –la Bienaventuranza– que aguarda a los que demuestren ser suyos en las diversas circunstancias que Jesús va desgranando, es una tal felicidad y satisfacción, según sugiere la reiterada repetición de una única palabra para expresar ese estado vital, que no es posible pensar en nada mejor.

        La bienaventuranza es el Cielo, ese estado perfecto para el que hemos sido pensados por Dios, Nuestro Señor y Padre amorosísimo. En el Cielo nos desea Dios que, en su Amor quiere lo mejor para el hombre: la intimidad con El mismo; pues, siendo El Amor, no nos ofrece un bien de grandes proporciones, sino su misma perfección absoluta. Es evidente que no tenemos capacidad para imaginar el Cielo.

        Resulta desde luego paradójico, como hemos leído en el evangelio de hoy, que por lo adverso se llegue a la más completa y eterna felicidad. No es así como nos organizamos de ordinario en este mundo. Por el contrario, suele entenderse la plenitud humana como un acumular satisfacciones y, a ser posible que sean variadas y abundantes: a más satisfacciones, más felicidad, pensamos. Sin embargo, el Señor insiste en que la plenitud propia de los hombres no está en eso. Consiste más bien, repite una y otra vez, en el desprendimiento de los bienes materiales porque no son nuestro fin; en la limpieza de corazón para amar dignamente a los demás; en sufrir con paciencia la adversidad de un ambiente que con frecuencia es ajeno a Dios; en conservar la paz, cuando sería más fácil recurrir a la violencia; en ser menospreciados por permanecer leales a la fe...

        Todo esto exige esfuerzo por parte del cristiano, renunciar a un planteamiento de la vida que busca sencillamente el confort a corto plazo y contempla al hombre como un ser sólo de este mundo. Exige, en fin, del discípulo de Cristo una confianza absoluta en su Señor que le asegura eso: la Bienaventuranza, pero a través de objetivos costosos. Como diría un místico: per aspera ad astra, a lo más esplendoroso se llega a través de lo difícil.

        Hoy, que la Iglesia celebra la gran solemnidad de Todos los Santos, meditamos en esta paradójica lección del Señor, encomendándonos a la protección de aquellos que ya alcanzaron la meta, para que, como a los santos, la confianza en Dios nos anime a perder el miedo a lo que cuesta si El lo espera. Conoce de sobra nuestro Dios la flaqueza de sus hijos y nuestra tendencia a buscar caprichosamente pequeños deleites inmediatos. Más aún, sabe que aunque queramos somos incapaces, sin su ayuda, de vivir el ideal generoso que nos propone. Pero con su ayuda sí. Siendo hijos pequeños de un Padre Todopoderoso y Bueno, nada es imposible. Hasta los errores, las infidelidades, los pecados, incluso los más graves, si nos arrepentimos sinceramente, encuentran el perdón en el corazón de Dios y pueden ser ocasión de grandes virtudes por su Gracia.

        Como Maestro, sabe que enseña algo en cierta medida nuevo, revolucionario diríamos hoy. Ese afán de muchos hombres por disfrutar a base de no tener problemas y gozar al máximo de estímulos placenteros, no es propiamente la causa de la verdadera felicidad. Estamos pensando, con la Bienaventuranza, en una felicidad completa, definitiva, que no se puede perder y la mayor posible para cada hombre. En todo caso ya sabemos que no tenemos capacidad para imaginarnos el Cielo... Como diría san Pablo, ni ojo vió ni oído oyó ni pasó a hombre por el pensamiento lo que tiene Dios reservado para aquellos que le aman.

        Jesucristo, que nos habla del Cielo animándonos a la Bienaventuranza, a la que hemos sido destinados por el amor que Dios nos tiene, El mismo nos indica el camino. Es el camino recorrido ya por la multitud de los santos que nos han precedido y hoy celebramos. Un camino transitado muchas veces, en las más variadas circunstancias y por personas de toda condición. También hoy tenemos cada uno nuestro propio camino hasta el Cielo, que seremos capaces de recorrer con la ayuda de Dios.

        A Santa María, Madre nuestra y Reina de todos los santos nos encomendamos, para que guíe nuestros pasos hasta la Eterna Bienaventuranza, como las madres de la tierra hacen con sus pequeños, que los observan y animan con amor mientras caminan y los socorren en sus tropiezos.