La espera santa del Adviento

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

Venimos preparándonos desde hace ya dos semanas a otra nueva conmemoración del nacimiento de nuestro Dios. No queremos que sean éstas unas fiestas tan sólo vacacionales. Queremos que sean unas fiestas, sí, pero fiestas cristianas. Deseamos festejar, por todo lo alto, que Nuestro Señor y Creador del mundo ha nacido para nuestra Salvación. ¡Que no nos acostumbremos a esta espera ni nos cansemos de ella! ¿Estoy notado en estos días una clara inquietud especial en mi espíritu? Claro que no se trata de perder la paz, sin embargo, es muy conveniente que haya manifestaciones interiores –por la oración– y hasta exteriores en nuestra vida, porque estamos en el Adviento: aguardamos otro renacimiento de Dios en cada uno.

        El fundador del Opus Dei contemplada ilusionado este tiempo litúrgico, con su especial exigencia: Ha llegado el Adviento. ¡Qué buen tiempo para remozar el deseo, la añoranza, las ansias sinceras por la venida de Cristo!, ¡por su venida cotidiana a tu alma en la Eucaristía! —"Ecce veniet!" —¡que está al llegar!, nos anima la Iglesia. Un buen modo, en efecto, de vivir el Adviento es cuidar mejor la Comunión eucarística.

        No es posible esperar como es debido a Dios de cualquier modo. Como en su primera venida, al comienzo de nuestra era, se oyen voces. «Haced recto el camino del Señor», escuchaban las gentes de la boca del Bautista. Sin duda, es lo primero: una personal disposición, por genérica que sea, de querer agradar a Dios con la vida que llevamos. ¿Quién no lo desea?, podríamos pensar. Quien más quien menos quiere estar a bien con Dios. Claro..., que no es suficiente. No basta una disposición tan genérica, tampoco concreta y, por ello, y tan ineficaz. Algo así difícilmente puede impulsar a rectificar el camino, es decir, a cambiar actitudes y conductas que, con el Evangelio en la mano, desdicen de un hijo de Dios.

        Para esa mejora, que en alguna medida todos debemos procurar, hemos de prestar atención al Santo Padre. Es y será siempre el Bautista para los cristianos: la voz del que clama en el desierto. La voz que hemos de atender, atentamente, dedicando un tiempo a esa escucha, a esa lectura de lo que cada semana, y en otros momentos por cualquier circunstancia, declara para los hijos de la Iglesia. No pocas veces sentimos la duda, por la impresión –fundada– de que no hacemos bastante: ¿cómo concretar mejor mi vida cristiana? El Papa nos aconseja de continuo pautas precisas para las circunstancias de cada tiempo. No es difícil, a partir le esas ideas, personalizar. Habremos de dedicar luego un tiempo, por poco que sea, a la reflexión, a la medicación, al examen de nuestra conciencia en la presencia del Señor, que siempre nos ve y nos oye.
        
         El propósito, bien puntualizado, es la manifestación más evidente –en este caso– de efectiva preparación a la venida de Dios en nuestra vida. Notaremos que nos cuesta, pero no debe ser eso una razón que nos retraiga. Quien nos amó primero y quiso vivir como hombre entre los hombres, nunca nos abandona en el momento difícil, que intuimos por nuestra debilidad. Al contrario, después de la decisión por agradarle más, Él mismo nos inunda con su Gracia. Contemplamos, entonces, la espera, el esfuerzo por llamar a cabo nuestros propósitos, y todo lo costoso que conlleva la coherencia con el fe, como una gozosa y fascinante aventura. Los éxitos y los fracasos, el dolor y el gozo, los adelantos y lo que parece marcha atras en el camino por la santidad, se suceden, y se suceden también los frutos de amor a Dios y apostolado. Al final, casi sólo se recuerdan los frutos, y una inmensa gratitud brota el corazón, con renovados propósitos de fidelidad.

        La piedad sencilla de San Josemaría se manifiesta espontánea en la medicación de lo que estas fechas suponen para el cristiano: Navidad. Me escribes: “al hilo de la espera santa de María y de José, yo también espero, con impaciencia, al Niño. ¡Qué contento me pondré en Belén!: presiento que romperé en una alegría sin límite. ¡Ah!: y, con El, quiero también nacer de nuevo...”
         —¡Ojalá sea verdad este querer tuyo!

        Especialmente gozosa se hace la espera, sabiéndonos acompañados de Santa María. A Ella encomentamos la Navidad de todo el pueblo fiel, y la de cuantos aún no conocen la alegría de los hijos de Dios.