La autentica vida nuestra

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

En este sexto domingo de Pascua nos ofrece la Liturgia otro pasaje del Evangelio de san Juan (Jn 14, 15-21) que se refiere nuevamente a la vida en Cristo a la que Dios nos destina. En la intimidad de la Ultima Cena Jesús manifiesta a sus discípulos el sentido profundo de su presencia entre los hombres: que podamos recibir el Espíritu Santo; que podamos, así, ser amados por Dios.

        Recibir el amor de Dios es lo máximo. En ese amor están contenidos todos los tesoros que pueden ser pensados. Aquello que satisface plenamente y sin cansancio nuestros apetitos, no solamente de modo genérico, en cuanto personas que somos, sino nuestros deseos y gustos individuales. Dios, que nos ha creado, conoce a la perfección lo que satisface a cada uno.

        Es Dios quien toma la iniciativa, ya que, siendo criaturas, en modo alguno podíamos prever la grandeza de la vida en Él mismo a la que nos invita, gracias a su amor totalmente desinteresado. Reconocemos, pues, que con la misma libertad con que crea, llamando a la existencia, a las demás criaturas, a los hombres los hace dignos de Sí: con capacidad para acoger su amor y para manifestarle su Amor.

        ¡Sólo las bestias no rezan!, afirmaba con fuerza el Beato Josemaría. Quería referirse a que lo más propio del ser humano es su relación con Dios, consciente y libre: ese trato personal y espiritual que solamente la criatura humana puede tener en este mundo con su Creador y que llamamos oración. No rezar, por tanto, es quedarse –en cierta medida al menos– al nivel de los irracionales que no pueden rezar. Orar, por el contrario, por cuanto supone entrar en relación con el Ser más grandioso que existe y podemos pensar, es lo que objetivamente más nos dignifica. Lo que, por otra parte, nos puede proporcionar la máxima impresión de plenitud. Podemos afirmar, sin duda, que valemos tanto como vale nuestra oración.

        En la misma raíz de tal dignidad humana está la libertad: característica decisiva del hombre, de la que no gozan los demás seres creados de este mundo. Haciéndonos libres –a su imagen y semejanza–, podemos lograr a Dios nosotros mismos, aunque necesariamente deba ser con su omnipotencia. Si me amáis..., dice. Porque Jesús quiere garantizar nuestra libertad y condiciona la acción divina sobre el hombre –siempre amorosa y enriquecedora– al consentimiento humano. Pero ese amor a Dios, a Jesucristo, que debe concretarse en las obras que espera de nosotros –los mandamientos–, es el comienzo de la vida divina para la que fuimos creados. Este modo de existir totalmente distinto, sobrenatural, no puede ser sino por un nuevo don que enriquece más nuestra naturaleza, ya de suyo superior al resto de la creación corpórea.

        El Espíritu, en efecto, es la gran Novedad de Dios para el hombre. Es la tercera de las personas divinas, enviado por el Padre y el Hijo, que nos hace vivir en Dios; lo cual supone tal fortuna que somos incapaces de valorar adecuadamente. Sin embargo, ocupados como estamos en tantas cosas –a veces, demasiado ocupados, e incluso absortos por lo material de cada día–, esa vida en Dios para la que fuimos creados, la única que propiamente nos corresponde, la que da razón de nuestra dignidad, nos puede parecer poco importante. Sería algo de lo que ocuparse cuando lo demás, lo urgente de cada día, estuviera resuelto.

        No queramos caer en la trampa que, como a un animal más, nos tienden los bienes sensibles, por su atractivo o con su urgencia: lo que apetece, el progreso, el descanso, la comodidad... Gracias a la inteligencia, podemos descubrir el engaño que esconde de suyo la satisfacción sin medida de ciertos apetitos, cuando no se moderan por la decisión de buscar a Dios en todo. Ese modo de actuar, supondría utilizar egoístamente lo que nos ha concedido Dios para amarle, sería ponernos nosotros mismos en lugar de Dios como fin de la vida. Nos interesa estar prevenidos, desconfiar de nuestras tendencias –no por ser nuestras son siempre buenas–, que incitan a conducir la vida humana al margen de Dios: por caminos que, aunque libremente transitados, no concluyen en nuestra plenitud. El hombre no es como un pez, que a veces no sabe descubrir en la carnaza de lo apetecible el engaño mortal. Tenemos capacidad para descubrir que sólo es Dios el Bien que nos dignifica.

        El paso del tiempo y las diversas experiencias en la vida de los hombres nos han manifestado además que, hasta por razones de bienestar y eficacia humanos, nos conviene acatar la ley de Dios. De lo contrario, nos tocará casi siempre reconocer pronto que la felicidad de lo simplemente fácil o atrayente era sólo una apariencia o cosa de pocos momentos. Contamos, en cambio con el ejemplo estimulante de nuestra Madre, verdaderamente feliz por Dios, siendo su es