Ilusión por la santidad (Lc 16, 1-13)

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

Nos podría sorprender en una primera apreciación el fragmento evangélico que hoy consideramos. Ese hombre, mal trabajador, que no es honrado con el dinero que administra, recibe, sin embargo, por su hábil estratagema especialmente injusta, por otra parte la alabanza de su señor. El hombre rico, el señor, como siempre, representa a Dios, que, en este caso, declara admirable la actitud final de su criado, aunque hubiera sido digno de condena por su injusticia y falta de lealtad. Existe, pues, algo en el comportamiento del administrador infiel que debemos los cristianos aprender.

Naturalmente, en ningún momento dice Jesús que la conducta del administrador deba tomarse, en su conjunto, como ejemplo de vida. De hecho, razón de sobra tenía el señor para quitarle la administración, según se desprende del tono del relato, y como reconoce por otra parte el propio criado, que en modo alguno se revela o protesta por la decisión de su amo. Una vida delictuosa era la suya, pues, con algún rasgo decididamente admirable.

La vida de los hombres nunca es, como es sabido, del todo buena o mala. No es infrecuente, sin embargo, encontrar personas a las que nada les parece que deben mejorar. A efectos prácticos, su comportamiento y su vida es ya, en todo momento, lo suficientemente honrada y buena. No necesitan, pues, complicarse con hipotéticas posibilidades de rectificar para bién. Otras, por el contrario, tienen una impresión tan negativa de sí, que se consideran incapaces de lo bueno. En toda su conducta les parece observar aspectos negativos; lo que, tal vez, les induce a desistir de mejorar, pues, en cualquier caso, siempre arrastrarán de un modo u otro defectos.

La realidad franca y desapasionada de cada uno nos manifiesta, más bien, que el comportamiento diario es consecuencia de una serie de virtudes y defectos. Esos hábitos de la conducta, que a todos nos afectan, acaban teniendo en ocasiones manifestaciones prácticas muy patentes. Así, por ejemplo, el administrador de la parábola, de tal modo parece que procedía dolosamente en su trabajo, que llegó a oídos de su señor. Tal vez su avaricia, su comodidad, su egoísmo, o cualquier otro de sus defectos resultaron patentes a los ojos de los demás. Pero no era, sin embargo, todo negativo en aquel hombre. Su sagacidad y astucia, su hábil inteligencia puesta al servicio del bien podrían ser buenas armas para trabajar por su señor; una vez corregidos, naturalmente, los vicios que hacían intolerable su permanencia por más tiempo al cargo de la administración.

Con la franqueza con nosotros mismos, que es consecuencia de la verdad que descubrimos al sentirnos contemplados por Dios, Señor Nuestro, advertimos en cada uno comportamientos más o menos buenos, o, si se quiere, más o menos malos. En el origen de cada acción nuestra, que es en la práctica un acto de amor o desamor con Dios, existe un rasgo de nuestro carácter que condiciona ese comportamiento y que convendrá alentar o, por el contrario, corregir. Es preciso poner interés en ello. Al hilo de esta parábola que hoy nos ofrece la Iglesia, fijémonos en si nos esmeramos, como el administrador infiel, en emplear nuestros mejores recursos de tesón, de amistades, de inteligencia..., de ingenio humano, en una palabra, al servicio de nuestra santidad y de la extensión del Reino de los Cielos.

Parece Jesús manifestar para vergüenza no pocas veces de los que desean serles fieles, que los hijos de este mundo son más sagaces en lo suyo que los hijos de la luz. Nos vendrá muy bien, en efecto, sentirnos avergonzados, por tener que reconocer que bastantes se mueven buscando lo suyo, egoístamente incluso, sin un ideal sobrenatural, pero con gran eficacia. Diríamos que, en muchos casos, hacen muy bien el mal; que de hecho se desviven por ideales en el fondo pequeños. Los hijos de Dios, en cambio, aparecemos estáticos junto a ellos: como si no estuviéramos bastante convencidos de lo que ganamos sirviendo a Dios.

Santa María, nuestra Madre, nos abrirá como a niños los ojos de la ilusión, para ver más y más claro cada día el brillo inigualable del ideal de Jesucristo.