Habitual confianza del cristiano

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

Sin dejar las escenas pascuales de la vida del Señor, (Jn 21, 1-19) seguimos aprendiendo de El y de sus Apóstoles y fomentamos la virtud de la esperanza, por la que estamos seguros de la gloria eterna y de la felicidad en este mundo si, apoyados en la fe, le somos fieles.

Conviene que en nuestra relación con Dios, que debe ser continua --lo corriente en nuestra vida--, queramos habituarnos a sucesos extraordinarios, vistas las cosas con ojos solamente humanos. Así lo ha querido el Señor, que ha enviado a sus apóstoles --a cuantos deseamos serle fieles-- en medio de todos los afanes e intereses humanos para que triunfemos en su nombre. No es posible que trabajando con el Señor seamos vencidos por los poderes del mundo, como no es posible que el tiempo domine a la eternidad, ni la materia al espíritu que la ideó.

Aún después de la Resurrección sigue Jesús inculcando en sus Apóstoles el convencimiento de que tienen garantizada la victoria sobre toda fuerza que se oponga a su señorío. Ya ha vencido a la muerte, pero este milagro, con ser el más clamoroso y extraordinario, no es un hecho aislado. La fuerza de su poder permanece inalterable aunque pareciera pocos días antes que era vulnerable como cualquiera. Para que se manifieste por las manos de ellos el poder de Dios basta la confianza. Siendo dóciles a Jesús y no dudando, que es tanto como actuar convencidos de hacerlo en nombre de Dios, está asegurado el triunfo.

No importa el desaliento por haberse fatigado sin éxito en el tiempo oportuno. No importa que el lugar --junto a la orilla-- sea el menos propicio para la pesca. ¿Por qué a la derecha? Porque es lo que quiere Dios, Señor del mundo, que quiere actuar por sus hijos amados y que ellos triunfen y se gocen con El. Y, no se rompe la red por extraño que parezca. Y son todos peces grandes, contados --los que Dios quiso--, aprovechables.

Es el momento de renovar la fe, de confirmarse en la certeza indudable de otras veces, cuando nada induce a dudar de sentir la fuerza de Dios. Es el momento de proponerse de nuevo, más definitivamente, la confianza y fidelidad, aunque vuelva a parecer claro --vistas las cosas humanamente-- que de lo que se trata es de seguir criterios "prácticos", la propia experiencia, el consejo de los "expertos"... Y, junto a la fe, el arrepentimiento. Pedimos perdón porque hemos dudado, porque hemos confiado más en nosotros mismos y en los demás que en el poder de Dios y en su bondad, mil veces probados ya en la historia. Nos arrepentimos de reclamar continuamente pruebas extraordinarias, que se salgan espectacularmente de lo normal, como condición para confiar en El.

¡Que el orgullo herido no nos impida volver a Dios! ¡Seamos como Pedro!: obediente al Maestro, llena sus redes en un instante tras una noche entera de esfuerzo suyo inútil. No le importa su pobre condición, que Otro le haya enseñado a pescar, a él, experto consumado. Acepta humilde la realidad, la clara verdad de su pequeñez, frente a la majestad divina de Jesús, que lo recibe en la orilla y, poco después, confía tanto en él, a pesar de sus pecados, que lo confirma a la cabeza de su Iglesia.

Bienaventurada tú que has creído, dice Isabel a María, porque se cumplirá lo que se te ha dicho de parte del Señor. Con cada cristiano cuenta Dios para la extensión de su Reino en el mundo. No dudemos más. Obedezcamos hasta en el detalle como Pedro, para que a través de cada uno actúe Dios y nos gocemos con los frutos.

Obtenido en: fluvium.org