Felices en la tierra

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

Alguno podría pensar que estas palabras del Señor (Lc 6, 17. 20-26) reflejan el estilo de vida de los cristianos, de suyo tristes y sumidos habitualmente en la contrariedad. Frente a esas vidas discurrirían el resto de los hombres --la mayoría de la gente-- que gozan, libres de las exigencias de Jesucristo, o al menos no se complican innecesariamente. Ciertamente las palabras del Señor son de alabanza para los que sufren: para los que sienten necesidades materiales y del espíritu; mientras que, por así decir, amenaza a los que piensan no carecer de nada, a los que sienten satisfechos por cómo les van las cosas.

Es este un pasaje, entre otros --el de las Bienaventuranzas--, cargado de todo el misterio de Dios y, consecuentemente, de toda su grandeza. No son las Bienaventuranzas unos consejos "piadosos" en el sentido flojo de esta expresión. Se trata, por el contrario, de verdaderos retos que Jesucristo plantea a todos los hombres reclamando de cada uno asentimiento a su divinidad.

Es preciso ser realistas ante ese modo de vida, que hemos de incorporar si queremos ser cristianos de verdad. Para ello no hay más remedio que reconocer que no se entiende, eso de que son bienaventurados los pobres y los que padecen hambre y los que lloran. Como tampoco se entiende que deban lamentarse, en cambio, los ricos y los que son honrados con la gente. No se entiende, al menos desde el punto de vista más común, exclusivamente humano.

No podemos olvidar que fue voluntad de Dios, Creador del hombre y de cuanto existe, que fuéramos capaces de El y que nuestra plenitud personal consistiera en poseerle. No ha de extrañarnos, entonces, que constituya una verdadera desgracia para el hombre --capaz de Dios-- sentirse satisfecho con realidades sólo temporales. De esos hombres se lamenta el Señor: ¡ay de vosotros los ricos --dice, por ejemplo--, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!

¿Dónde están mis ideales, mis ilusiones? ¿En qué tengo puesta mi esperanza? Y recordamos aquellas otras palabras de Cristo, de que ningún criado puede servir a dos señores, pues odiará a uno y amará al otro, o preferirá a uno y despreciará al otro. No podéis --concluye-- servir a Dios y al dinero. Y otro tanto sucede con los honores, con la salud, con la comodidad, con todo lo que nos atrae en la vida, pero es sólo de este mundo y, por tanto, no es el mismo Dios. No nos dejemos atraer por esos ideales buscando en ellos lo que no pueden dar. Hagamos un acto explícito de fe en que sólo Dios nos puede colmar, en que son apariencias, ilusiones para nosotros pequeñas, esos otros atractivos que nos ofrece este mundo.

Movidos por esa fe, comprendemos que es lógico que sean los insatisfechos según este mundo los que son realmente felices, bienaventurados: los que buscando derechamente y sólo a Dios en la vida --muy posiblemente, mientras llevan a cabo sus quehaceres ordinarios como los demás--, no dejan tiempo ni ilusión para ponerlos en lo que no es Dios. Por así decir, Dios les agota, consume todas sus energías y su capacidad de amar, de paso que no encuentra obstáculo para mostrarles su amor, puesto que no quieren que nada los distraiga de El. Desean, positivamente, sentirse libres --y serlo de verdad-- de ataduras terrenas por pequeñas que sean, que serían freno, lastre inútil en su camino hasta el Cielo.

Ciertamente, los bienaventurados de los que habla Jesús sufren. Es real que notan la ausencia de esos consuelos que ven en otros y, como son gente normal, notan el atractivo de la vida confortable y sin dificultades que podrían llevar con sólo no tomarse la fe tan en serio. El cristiano siente, por eso, a menudo la tentación de desistir, de ser uno de tantos...; y la tentación de hacer compatible el amor a Dios sobre todas las cosas, con un cierto amor --pero verdadero amor, al fin y al cabo-- a las cosas mismas. Sería contemporizar, como cuenta de alguien el beato Josemaría en aquel punto de Camino: Me dices que tienes en tu pecho fuego y agua, frío y calor, pasioncillas y Dios...: una vela encendida a San Miguel, y otra al diablo.

Tranquilízate: mientras quieras luchar no hay dos velas encendidas en tu pecho, sino una, la del Arcángel.

Pidamos a Nuestra Madre --maestra de fe-- que nos convenza de que, como Ella, sólo somos felices cuando nada más buscamos al Señor.