El Divino ideal

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

En la celebración del apóstol Santiago, intentamos meditar en las palabras conclusivas de Nuestro Señor de la escena evangélica (Mt 20, 20-28) que, para hoy, nos ofrece la Liturgia de la Iglesia. Palabras, como siempre, definitivas por su importancia para nuestra vida de cristianos. En este caso, se refiere expresamente Jesús a una característica imprescindible, como actitud de fondo y condición, en quienes quieran ser grandes para Él. Queda claro, una vez demás, que los criterios mundanos de valoración no se corresponden con los criterios divinos. Los hombres, demasiado preocupados por sí mismos, olvidados a menudo del sentido genuino y trascendente de su existencia, y ajenos –en la práctica– al querer de Dios, parecen haber perdido el interés por los verdaderos valores, y se desviven –en cambio– por objetivos que les apartan de su fin y también de su felicidad, aunque no puedan sospecharlo.

        Jesús no quita la razón a la buena madre de Santiago y de Juan. Sus deseos son claramente inmejorables: desear el mayor bien para sus hijos, y nada puede ser comparable a la máxima proximidad con Dios; pero debe corregir, sin embargo, Jesús la rivalidad entre los apóstoles, que entienden mal –a lo humano– la grandeza en el Reino de los Cielos. Ellos, por el momento, se ilusionan tan sólo con una grandeza de "tejas abajo". Los hombres, en efecto, hemos adulterado el sentido de la bondad, del mérito, del valor: ya no tienen para la mayoría, en una primera y espontánea apreciación, su genuino y original significado. La fama, el bienestar, el poder; que tantas veces son compatibles con la maldad moral y el egoísmo, y con la falta de caridad –esencia de la perfección cristiana–, han venido a suplantar a los verdaderos bienes, que hacen bueno al hombre. Dios nos espera –simplemente buenos–, aún a costa de no tener esos otros "valores", que tanto atraen desordenadamente como consecuencia del pecado.

        No tiene que ser así entre vosotros, reprende a los Apóstoles. Las palabras de Jesucristo son inequívocas. En lo sucesivo, los discípulos del Señor no verían un ideal en las ilusiones corrientes de la mayoría. Lo de ellos tendría que ser tantas veces lo menos apreciado, lo que por, regla general, muchos consideran sin valor y, en la práctica, despreciable. Lo bueno sería servir; lo valioso para el Reino de los Cielos poner todo lo propio, hasta la vida, en servicio los demás: de la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos.

        Se hace muy necesario meditar con detenimiento esta afirmación de Jesucristo, de modo particular en nuestros días, por el concepto de persona dominante, que contrasta sobremanera con el ideal del Señor. Supone ciertamente una ruptura, que podría parecer muy violenta, con los modos de actuación y los planteamientos vitales más frecuentes. Dejando a un lado la descripción de las diversas variantes en este sentido, que dependerán de distintas culturas y regiones; centrémonos –por ser más prácticos– en el consejo imperativo de Cristo: quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo. Se tratará para el cristiano, de empeñarse decididamente en un servicio que busque el bien, el desarrollo y progreso del otro, lo mejor en todo momento para los demás. Su cabeza y su corazón –nuestra cabeza y nuestro corazón, si queremos ser buenos cristianos–, no querrán dirigirse sino a las necesidades de los que nos rodean y de todo el mundo. El propio bien –su felicidad, su alegría, su salud, su éxito– no le preocupa al cristiano: confía esperanzado en la Eterna Bienaventuranza, mientras se consume, como una discreta brasa, calentando eficazmente su entorno.

        El beato Josemaría utilizó con frecuencia esta imagen: Tú has de comportarte como una brasa encendida, que pega fuego donde quiera que esté; o, por lo menos, procura elevar la temperatura espiritual de los que te rodean, llevándoles a vivir una intensa vida cristiana. Porque, en el fondo, el único verdadero interés nuestro debe ser "pegar" a otros al Señor. En esto quiere consistir el servicio cristiano en el mundo. Con un profundo respeto a la libertad individual, ofreceremos gratuitamente a todos lo mejor que es posible ofrecer: la verdad de la fe. El servicio de dar la vida consistirá, las más de las veces, en el ejemplo sencillo de una vida coherente con el Evangelio, y en la explicación, atractiva a la medida de cada uno, de la doctrina de Jesucristo.

        Santa María, nuestra Madre, es la Reina de los Apóstoles. Su intercesión poderosa nos hará fieles imitadores de los primeros discípulos, que aprendieron a serlo de labios de su Hijo.