Dios quiere nuestra salvación Jn 8, 1-11

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

El acontecimiento más grandioso que ha sucedido y puede suceder en el mundo es la Encarnación del Hijo. Nada mejor que esto puede acontecer: es el hecho que supone un mayor bien para los hombres. Como afirmamos al recitar el Credo: por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del Cielo y se encarnó. "Por nuestra salvación": nuestra vida incorporada a la divina en la total plenitud para la que fue ideada y creada; pues Dios quiere que todos los hombres se salven, como dice san Pablo, en la primera de sus cartas a Timoteo. Y de muchas otras formas la Sagrada Escritura, y también constantemente la Liturgia de la Iglesia, afirman esa intención de Dios de hacer al hombre partícipe de su intimidad en que consiste la salvación.

Hoy nos presenta la Iglesia el conocido diálogo de Jesús con los escribas y fariseos y con una mujer que debía ser condenada a muerte, según la ley, por su pecado. Aquellos hombres acusadores conocían la bondad de Jesús, sus deseos de ayudar a todos. Sabían que pasó haciendo el bien. Posiblemente habrían sido testigos de algún milagro en favor de un enfermo, o tal vez habrían escuchado sus palabras alentando a todos a corresponder a Dios en espera la recompensa prometida. Intentan, sin embargo, ponerle en el compromiso incómodo de elegir entre su conocida actitud compasiva y misericordiosa, y la fidelidad a la ley de Moisés --que todos en Israel reconocían como Ley de Dios--, según la cual la mujer que le presentaban merecería pena de muerte por su pecado.

Pero Jesús vino al mundo para que pudiéramos alcanzar la salvación, y también para mostrarnos, mejor que los profetas, la bondad Dios. Precisamente con esta aclaración comienza la Carta a los Hebreos: En diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos días nos ha hablado por medio de su Hijo. Y Jesús, el Hijo de hecho hombre, enseñó de muchas formas que por El somos hijos de Dios, y que Dios, Nuestro Padre, nos ama con entrañas de misericordia y perdona nuestras faltas, por graves que sean, si las reconocemos y nos arrepentimos de ellas.

Que Dios nos ama y que no somos capaces de valorar cuanto se merece su amor; que siempre nos quedaremos cortos al imaginarnos su cariño, debe ser punto de partida en nuestra meditación cuando nos vemos ante El; pues, como recuerda Jesús a sus discípulos, tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

La presencia del Hijo de Dios encarnado entre nosotros contemplando nuestra vida, es para nuestra salvación. Como quiera que nos sintamos moralmente ante Cristo, por evidente que nos resulte la maldad de no ser ofensas, Él siempre quiere ayudarnos, salvarnos, hacernos partícipes de la bienaventuranza, encaminarnos hacia el Cielo, donde gocemos eternamente con El junto al Padre y al Espíritu Santo, y a todos los ángeles y los santos. No es exageración decir que Dios no sabe si no ser bueno con sus hijos, y que seríamos muy injustos si desconfiásemos de su misericordia y su perdón si le hemos ofendido, pues, su deseo permanente es poder darnos siempre el mejor de sus dones. Esto es lo que hace, a pesar de nuestras faltas, si nos dirigimos a El arrepentidos, con deseos de amarle en adelante.

Que los tropiezos y derrotas no nos aparten ya más de El --aconseja el beato Josemaría--. Como el niño débil se arroja compungido en los brazos recios de su padre, tú y yo nos asiremos al yugo de Jesús. Sólo esa contrición y esa humildad transformarán nuestra flaqueza humana en fortaleza divina. "Asirse al yugo de Jesús". De eso se trata. La verdadera contrición incluye ese deseo de entregarse generosamente a cumplir su voluntad en los concretos detalles de cada jornada. Pero nos sentimos tan débiles que apenas nos atrevemos a formular el propósito. Lo tiene que poner El todo en nosotros: la fortaleza divina que sane esa flaqueza que nos hizo pecar.

Pidamos a Dios, poniendo por intercesora a nuestra Madre del Cielo, que es también Madre suya, un dolor sincero, humilde, de nuestras faltas, que nos consiga el propósito firme de no volver a pecar y El se goce en perdonarnos. 

  Obtenido en: fluvium.org