Dios quiere nuestra salvación Mt 9, 9-13

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

No puede sino asombrarnos la escena evangélica que nos presenta la Iglesia en este domingo. Se trata precisamente de las circunstancias que rodearon a la llamada a seguirle, que Jesús dirigió al que sería el apóstol y evangelista Mateo, cuando pasaba junto a donde recaudaba impuestos. Mateo se ocupaba, como publicano, de cobrar el tributo que la autoridad romana exigía al pueblo de Israel. Entre otras, era ésta una de las obligaciones que pesaba sobre el pobre elegido, como consecuencia de haber sido dominados política y militarmente por los romanos.

        Podríamos detenernos en bastantes detalles del relato, que no deben pasarnos inadvertidos: la majestad de Jesús que, sin más, llama mientras va pasando a seguirle de por vida; lo que descubriría Mateo: hombre práctico como pocos, sin duda, difícil de engañar, para que una sola palabra le bastara para comprender nítidamente que valía la pena cambiar su vida actual por el seguimiento de Cristo; el entusiasmo suyo tras la decisión, que le lleva a organizar una fiesta invitando a sus amigos; la actitud, en cambio, de los fariseos, que parecen incapaces de ver con buenos ojos algo de lo que el Señor realiza; el afán salvador, en fin, de Jesucristo: no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores, concluye.

        Podemos esta vez detenernos precisamente en esto último, que parece inundar el alma del Señor, y así lo manifiesta en bastantes momentos de su paso por la tierra: Al ver a las multitudes se llenó de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor...; tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él...; no temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino. En muchos más momentos manifiesta Jesús el cariño divino a los hombres. Concluimos con la conversión de Zaqueo, que era jefe de publicanos y lo hospeda en su casa. En aquella ocasión Jesús manifiesta: Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán; porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.

        Parece necesario, con una necesidad gozosamente imprescindible, que nos sintamos muy queridos por Dios. Conviene que meditemos hasta el fondo, en la medida de nuestras fuerzas humanas –aunque siempre sean pequeñas, de pobre criatura– que un gran Amor nos quiere, y ha pensado para los hombres la mayor de las felicidades posibles. Aunque no sea fácil de entender, porque habitualmente pensamos en términos de derechos y de obligaciones –según una lógica humana–, el plan creador de Dios, que hace posible nuestra existencia, nos conduce –si libremente somos dóciles a él– al inimaginable deleite de su intimidad. No cabe pensar en mayor bien que aquél que de suyo satisface cada potencia de nuestra carne y nuestro espíritu.

        No se trata, desde luego, de una cuestión de derechos adquiridos que logremos en virtud de unos ciertos méritos. Diríamos, para entendernos en una cuestión en la que las palabras resultará siempre pobres, que así ha sido el plan de Dios: gratuitamente nos ha amado, sin iniciativa alguna de nuestra parte; no tenemos, al respecto, nada que decir, nada que objetar que sea razonable. Sería tan absurdo como plantear objeciones respecto a que las personas en este mundo puedan ser hombres o mujeres, o que caminamos habitualmente sobre nuestros pies. Se trata, en efecto, de un convencimiento primario, básico de la fe cristiana: la vida del hombre únicamente se consuma en Dios; y en Él y sólo en Él, compartiendo su Vida Eterna, logra el hombre su plenitud.

        La llamada al apostolado de Mateo, discípulo del Señor y autor del primer evangelio, por las circunstancias que la rodearon, es una manifestación práctica y eficaz del deseo salvador universal divino concretado por Jesucristo al llegar a la plenitud de los tiempos, en palabras de San Pablo. Cabría pensar que los justos por su justicia ya caminan con sus pasos orientados hacia Dios. Se apoyan en la Gracia, efecto primario de la Redención, en su progreso ilusionado hacia la santidad. Pero los pecadores, los que viven de modo habitual en la injusticia, en franca oposición a los preceptos divinos, esos precisan más; esos sí que necesitan una asistencia más específica que los anime a retirarse de sus desvíos cuando ejercitan su libertad. Les es tanto más necesaria esa ayuda, cuanto menos la echan en falta, porque, siendo imprescindible para la salvación, no la quieren. Son, evidentemente –aunque no sepan– los más necesitados de auxilio divino.

        No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores. Parece la declaración más sencilla y sincera que se podría hacer acerca del amor de Dios, y así se expresaba Jesucristo, Dios mismo encarnado. Dios, que quiere que todos los hombres se salven, como manifiesta el Apóstol a su discípulo Timoteo, no se comporta, en Jesús como tantas veces los humanos, que excluimos de nuestro trato –casi sistemáticamente– a quienes nos ofenden. Nuestro Señor vino al mundo porque los hombres –simplificando– somos malos, pecadores. He ahí la razón de su venida, tomando carne humana de Santa María. Su vida de infancia y de trabajo en este mundo nuestro, su predicación y su Pasión, muerte y Resurrección, han sido, ciertamente, por amor a todo el género humano: para que pueda alcanzar aquella Gloria a la que el hombre fue destinado. Pero siempre en razón del pecado y de los pecadores.

        Que el entusiasmo agradecido de Mateo nos contagie también a cada uno, y nos ayude a contemplar a Nuestro Señor como al amigo incondicional que nunca se desdice de su amistad, aunque no seamos merecedores de ella. Sin duda, con esa actitud positiva nos sentiremos más dispuestos a evitar lo que ofende a Dios; más aún, desearemos agradarle, amarle, en nuestro comportamiento de cada día.

        La Madre de Dios, Madre nuestra, aliente nuestros deseos.