Dios nos ama

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

El breve pasaje del evangelio según san Juan (Jn 15, 9-17), que la Liturgia nos presenta en la festividad de san Matías, ofrece unas palabras de Nuestro Señor durante la Última Cena con sus Discípulos, cargadas de riqueza, que se podrían comentar largamente. Fijémonos, en esta ocasión, en la idea inicial del breve discurso que hoy consideramos: Dios nos ama. Con toda razón hemos de decir que somos objeto del cariño divino. Nuestro Creador y Señor –sin dejar de serlo– nos ama con un amor personal, con un amor a la manera del amor que el Padre eterno tiene a su Hijo unigénito, Segunda persona de la Trinidad Beatísima.

        Es de justicia mostrar a Dios, desde lo más profundo de nuestro ser, una gratitud rendida. Ciertamente no hay palabras que pueden expresar como conviene la bondad de Dios con su criatura humana; como tampoco nuestros sentimientos son capaces de vibrar adecuadamente en consonancia con el inapreciable tesoro recibido. Querríamos, sin embargo, saber corresponder; y, bien consientes de la pequeñez nuestra, se lo decimos sencillamente a nuestro Padre Dios, con las torpes palabras que nos broten del corazón al intentarlo; con nuestros pobres sentimientos –toscos, sin duda–, aunque, a veces, nos llenen el alma.

        Es necesario pensarlo muchas veces, volver una y otra vez con la imaginación a esas escenas que nos cuentan los evangelios, cuando Jesús insiste en sus apóstoles que Dios ha querido hacernos objeto de su amor. En ocasiones las palabras de Jesús muestran una particular ternura –reflejo de los sentimientos de su corazón–, que, en cierta medida, nos ayuda a entender algo de ese amor de Dios inmenso por sus hijos los hombres: no estéis preocupados por vuestra vida: qué vais a comer; o por vuestro cuerpo: con qué os vais a vestir. (...) No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino. Fomentemos la fe; pidamos a Dios esa visión sobrenatural de nuestra vida, que nos haga reconocernos contemplados, protegidos, permanentemente estimulados por un Amor tierno y omnipotente.

        —¡Dios es mi Padre! —Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración.
         —¡Jesús es mi Amigo entrañable! (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina locura de su Corazón.
         —¡El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de todo mi camino.
Piénsalo bien. —Tú eres de Dios..., y Dios es tuy
o.

        De esta manera se expresaba el beato Josemaría, ejemplo de confianza y abandono feliz en Nuestro Señor. "Sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte", solía afirmar, sabiéndose entrañablemente querido por el Señor del mundo y de la historia. Tampoco queremos nosotros abandonar nunca estas consideraciones. Deseemos, por la fe y la esperanza, vivir de ellas. Permaneced en mi amor, aconseja el Señor a sus discípulos. Claro, que ha de ser un amor con obras, si queremos que sea verdadero amor. Pero antes, posiblemente debemos contemplar a Dios queriéndonos, a El y recrearnos con el pensamiento de que somos objeto que las delicias de un cariño imposible de expresar con palabras.

        Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos! San Juan, el discípulo amado, animaba así a un grupo de los primeros cristianos. Por sí mismo había tenido buena experiencia del amor de Jesús durante los tres años de su vida pública. Parecía persuadido de que la caridad entre los hombres, signo inequívoco de los buenos discípulos, sería una consecuencia inmediata en la vida de los que valorasen el amor que nos tiene Dios. En efecto, el cariño nos "arrastra" a los hombres. Sentimos el deseo de corresponder al amor recibido y, en la medida en que lo valoramos, nos sentimos también dispuestos a amar cada vez más generosamente, olvidados de nosotros mismos.

        El consejo de san Juan: mirad qué amor..., parece bueno y gratificante, pero es necesario –imprescindible– mirar, detenerse con la pausa necesaria, hasta apreciar adecuadamente, como dice este apóstol, el amor tan grande que nos han mostrado el Padre. Nos hace falta un momento de sosegada contemplación. Si no, por lamentable y triste que resulte, todo lo que Dios nos quiere, puede ser tan infecundo para nosotros, como la lluvia generosa para una roca dura e impenetrable y, por ello, incapaz de fructificar. Necesitamos cada día un momento de oración.

        Santa María se admira. Atiende sin perder detalle las palabras de Gabriel y comprende muy bien la singular predilección de que ha sido objeto. Luego, agradecida, exulta de gozo: Mi alma alaba al Señor...