Desprendimiento de los bienes materiales

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

Conmemoramos hoy a san Francisco de Asís que, entre sus muchas virtudes, nos da ejemplo especialmente notorio de la virtud de la pobreza. Como es sabido, Francisco, de familia acomodada y con un futuro "prometedor", en el sentido humano y material de la palabra, quiso desprenderse de su hacienda y de los posibles proyectos de progreso mundano, para dedicarse a Dios y a la difusión de el Evangelio. Esa opción suya, que podría parecer para los ojos del mundo un ideal poco interesante, resultó, en cambio, enormemente atractiva para cientos y miles, que siguiendo su ejemplo se han desprendido de los bienes terrenos, para seguir más libremente a Dios, animando a todos a descubrir en Él el auténtico valor para los hombres.

Meditamos, pues, en la contingencia y fragilidad de los bienes terrenos y en el ejemplo de pobreza que nos ofrece este gran santo que hoy celebramos, a quien podemos encomendarnos para que el Señor nos conceda amar esta virtud –la pobreza–, que él calificaba de "señora" para significar su importancia. Las cosas, incluso las que se nos presentan con su atractivo más atrayente, no dejan en ningún caso de ser caducas; bienes que nos llenan –y sólo hasta cierto punto– hoy, durante una temporada, tal vez en algún caso, por toda la vida, pero nada más. Y, para el hombre con fe, esto es muy poco.

Por lo demás, las riquezas pueden convertirse en un poderoso obstáculo para la santidad, para la posesión de Dios, único objetivo que puede llenarnos en plenitud. Se hace necesario, por tanto, un efectivo desprendimiento de los bienes terrenos, que san Francisco practicó con heroísmo, y es una condición para la Caridad, para el amor a Dios, en que consiste la santidad: Nadie puede servir a dos señores, porque o tendrá aversión al uno y amor al otro, o prestará su adhesión al primero y menospreciará al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas. Así se expresaba Jesús para dejarnos claro que la preocupación por los bienes materiales, en sí mismos, no es compatible con la salvación. Agradezcamos al Señor los medios materiales de que disponemos, fomentando incluso la ilusión de poder contar con más y mejores medios, pero que sean instrumentos para servirle mejor.

Recordemos lo que decía en otra ocasión: La sal es buena; pero si hasta la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? No es útil ni para la tierra ni para el estercolero; la tiran fuera. Quien tenga oídos para oír, que oiga. El dinero es bueno, podríamos decir: lo que poseo y aquello que me ilusiona lograr es bueno, pero si se desvirtúa porque lo amo en sí mismo y no para servir mejor a Dios, para la santidad, que es mi fin en la vida, entonces resulta inútil, nefasto. En cambio, si busco en Dios mis riquezas, no sólo mantengo el "capital", sino que lo incremento de modo asombroso: No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los corroen y donde los ladrones socavan y los roban. Amontonad en cambio tesoros en el Cielo, donde ni polilla ni herrumbre corroen, y donde los ladrones no socavan ni roban. Porque donde está tu tesoro allí estará tu corazón.

Conviene, por lo demás, que nos preguntemos si tenemos la impresión de gastar para Dios, de invertir propiamente en el Cielo. San Francisco, dándonos un ejemplo heroico, abandonó todos sus bienes, cuando su familia y amigos esperaban que administrara con acierto su fortuna. Sólo él consideró que su mejor negocio sería "invertir" en la Vida Eterna propia y para la Vida Eterna de los demás. Es, en efecto, muy importante conocer el veradero valor de los bienes materiales, por una parte; y, por otra, en qué consiste ser rico de verdad. Dios no espera de todos un abandono absoluto de las posesiones, ya que se necesitan de ordinario para desenvolverse normalmente en la sociedad. Nos pide, en cambio, que no pongamos nuestro corazón en las cosas, pues sabe Dios que nada distinto de El puede darnos la felicidad.

Aprendamos de la mano de Nuestra Madre esta lección que Nuestro Padre Dios enseña a sus hijos pequeños, porque queremos hacernos y que aprender como niños.

 Obtenido en: fluvium.org