Cristo un corazón que perdona

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

Las palabras de san Lucas (Lc 19, 1-10) que nos presenta la Iglesia en este domingo, deberíamos guardarlas en nuestro interior, no tanto por lo pintoresca que pueda resultar la anécdota, cuanto por el mensaje de fondo que conlleva. Una vez más, reconocemos que el Evangelio --obra del Espíritu Santo, como autor principal-- es y será en todo tiempo, como afirmaba san Pablo de la Sagrada Escritura en general, útil para enseñar, para argumentar, para corregir y para educar en la justicia, con el fin de que el hombre de Dios esté bien dispuesto, preparado para toda obra buena.

Se nos muestra Jesús, como en todo momento, interesado tan sólo en la salvación de los hombres. Aquel día, no está pendiente el Señor únicamente de los que le acompañaban, o de quienes le esperasen allá donde se dirigía. Advierte la presencia de aquel hombre, que, más que interés por la doctrina del Maestro, parece sentir curiosidad por su persona: lo que desea es verle por fin, atraído sin duda por los comentarios de hechos prodigiosos que circulaban sobre Él por toda Palestina. Dice el evangelista que deseaba conocer a Jesús y por lograrlo hace lo impropio de una persona de su condición, siendo hombre adinerado y de buena posición. No resulta, sin embargo, evidente que aquel impulso, humanamente desproporcionado, fuera la manifestación razonable de quien admiraba con reverencia al Señor y deseaba verlo por encima de todo.

La admiración de Zaqueo por Jesús, aunque fuera muy humana, fue suficiente. Le bastó a Nuestro Señor verlo encaramado sobre el árbol con la ilusión de poder verlo al pasar, y consideró suficiente aquella audacia para descubrir que el corazón de Zaqueo podía convertirse con un poco de estímulo. A Jesús no me importan para nada los comentarios de la gente. Baja pronto..., le dice. Zaqueo era, en efecto, un pecador. Era corriente entre los publicanos que al recaudar los tributos se enriquecieran de modo fraudulento y Zaqueo no sería una excepción. Sencillamente por esto el Señor lo llamó, aprovechando esa incipiente buena disposición que manifestaba buscándole aunque, en un principio, pudiera ser casi sólo por curiosidad. Si su presencia salvadora en el mundo era necesaria, imprescindible, se debía a que los hombres eran pecadores, necesitados de su salvación. Esa misma presencia salvadora de Cristo no es hoy menos necesaria.

Ante la posibilidad de una mayor cercanía con Jesús, salvados ya los obstáculos de la multitud y la distancia, y el inconveniente, no pequeño, de su poca estatura, el publicano se llena de gozo, porque entiende el honor de que ha sido objeto. A él tampoco le importa que le criticaran en su cara en aquel momento. Y con admirable desvergüenza reconoce en un instante sus fraudes y la disposición de restituir holgadamente. Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán; porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido, declaró el Señor. No parece, sin embargo, que los judíos acabaran de entender esta lección tan sencilla durante aquellos años de Jesús en Palestina. Incluso en nuestros días tendemos a despreciar sistemáticamente a los que consideramos que actúan mal. Parece interesarnos ante todo que, por así decir, desaparezcan, que no nos importunen más, que no puedan interferir en nuestros asuntos, que reciban, eso sí, "su merecido".

No parece, en cambio, preocuparnos su destino: su lamentable destino de pecadores. Las disposiciones buenas de ayudar, de desvivirnos por los demás, tal vez las agotamos en quienes nos comprenden, en quienes gozan de nuestra simpatía, en los que no son tan malos como para recibir nuestro desprecio. Se diría que estamos dispuestos a vivir la caridad, sí; pero no propiamente con los más necesitados. Estamos dispuestos a ayudar, pero a condición de que sea fácil; si considero que a aquél merece mi ayuda; es posible que, de un modo más o menos consciente, incluso esperemos sistemáticamente una cierta gratitud después del gesto generoso. Por fortuna para nosotros, no fue éste el criterio empleado por Nuestro Señor con los hombres. Cada uno recibimos en rescate la Sangre de Cristo, que le costó su dolosa Pasión, y nos libra del pecado conduciéndonos a la Eterna Bienaventuranza. Se cumple también en todo hombre que vino a buscar lo que estaba perdido.

Contemplando a nuestra Madre de el Cielo vemos esos mismos sentimientos de Cristo Jesús, que recomendaba san Pablo a sus fieles de Filipo. Santa María consiente en el dolor de ver morir a Quien más quiere, porque espera, unida a su Hijo, la salvación incluso de los que lo han llevado al Calvario, si se arrepienten de su pecado. Entre ellos están hoy día los que, con sus pecados graves, crucifican de nuevo al Hijo de Dios y lo escarnecen, como explica el Apóstol. Pidamos a la Virgen nos conceda un corazón que sepa amar a la medida del de Jesús.