Conocer a Jesús

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

La festividad de los santos apóstoles Felipe y Santiago que hoy celebramos (Jn 14, 6-14), nos brinda la oportunidad de meditar en oración acerca de nuestro conocimiento de Jesucristo. Felipe, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido?, le reprochó el Señor. No pretenderemos nosotros, sin embargo, lograr una clara comprensión del misterio del Hijo de Dios encarnado a partir de estas consideraciones, siendo imposible para la inteligencia humana la visión acabada de su realidad divina y humana. Invocamos, en cambio, a Dios con humildad para que nos conceda un aumento de la fe: que creamos muy firmemente, para que ese convencimiento se manifieste en vida cristiana a la medida de Jesucristo. La verdad de Jesús de Nazaret: Verbo eterno del Padre y hombre perfecto, al tomar carne de María Santísima, es el ideal para toda persona humana, hombre o mujer.

        En Jesucristo, pues, hay dos naturalezas, divina y humana; siendo una única persona: la Segunda de la Santísima Trinidad. Es posible, entonces, que, en ocasiones, se hable con una cierta ligereza de Jesús. Manifestando, eso sí, su condición de persona extraordinaria, pero sin dejar claro que en verdad que es el mismo Dios, connatural con el Espíritu Santo y con el Padre. No pocas veces, por un afán mal entendido de presentar a un Jesucristo accesible y próximo a los hombres, se llega a tratar al Hijo de Dios encarnado con irreverente familiaridad. Nos lo muestran, en la literatura y la iconografía, de modo que es difícil pensar que se trata de nuestro Creador y el Señor de cuanto existe. No es extraño, por consiguiente, que su presencia real en los sagrarios carezca, en la práctica, de interés para los que transitan por las iglesias; que no se detienen –no le dan importancia– a hacer una genuflexión, según mandan las rúbricas litúrgicas, al pasar ante el tabernáculo.

        El mismo Jesús desea que le tratemos con la mayor confianza. De mil modos, durante su vida pública, invita y facilita a los que le rodean, no ya a que le sigan, a que le escuchen, que aprendan de El; El mismo se hace el encontradizo, buscando a cada uno, manifestando a las claras su deseo de darse, pues el bien de los hombre consiste en su posesión. El bien, el mejor bien que es posible pensar, sólo lo encontramos en Jesucristo, porque es Dios. Cuando somos conscientes de su majestad y grandeza, crece en cada uno el afán por conocerle mejor, por amarle. Nos sentimos grandes por haber recibido la gracia del Evangelio: anuncio de Dios al hombre y de su Amor ilimitado por él. La reverencia en el trato y el interés efectivo por agradarle con la propia vida, surge como consecuencia de la fe en su divinidad.

        ¿Con qué detenimiento –manifestación de verdadero interés– nos fijamos en Jesús? No nos suceda que –cansados enseguida– apartemos pronto la mirada y decaiga nuestro interés, por haber contemplado demasiado rápidamente de su excelsa figura. Tratemos de insistir, aunque nos sobrevenga al principio una cierta impresión árida, por falta de hábito en la meditación. En todo caso, Dios mismo contempla el intento nuestro por conocerle y, como buen Padre, ayuda "enternecido" con su luz al hijo pequeño –tú y yo– que, a duras penas, logra progresar en poco más en Su conocimiento. La lectura repetida de los pasajes evangélicos, meditados con el mayor interés, ayuda a sentirse como un personaje más, acompañando a nuestro Dios mientras pasa por el mundo y nos da lecciones con su sola presencia.

        Otras veces hemos considerado el afán apostólico, ese deseo de difundir la doctrina de Cristo propio de todo cristiano. Pero el interés por dar a conocer las grandezas de Dios, no es la consecuencia de un precepto arbitrariamente impuesto que se acoja con temor. Más bien se trata de un deseo impaciente, efecto de la Gracia de Dios y del entusiasmo humano al descubrir la maravilla de Jesucristo. Los Apóstoles, revestidos con la Gracia, declaran orgullosos ante los jefes del pueblo judío: nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído. El apostolado, en efecto, es la consecuencia de haber conocido al Señor.

        Así ha sucedido siempre en la vida de los cristianos, y así nos ha llegado a nosotros el tesoro de la Redención: a través de otros cristianos entusiasmados. Tal vez, tan entusiasmados con Cristo, que quisieron poner su vida totalmente al servicio de la extensión de su Reino. Luego, cada uno, según el don recibido de Dios y su correspondencia personal, hemos respondido a la medida de nuestra generosidad. En todo caso, bien consientes de que no es indiferente el comportamiento humano, porque el mismo Dios se ha hecho hombre para mostrarnos su amor y que tengamos también una ocasión permanente de amarle.

        Santa María, Madre nuestra por la bondad de Dios, nos recuerda de continuo si nos acogemos a su cariño, que su Hijo Jesús es nuestro Hermano mayor, el Hijo del Eterno Padre.