Con la cabeza en el cielo

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

La primera afirmación de Nuestro Señor que nos ofrece hoy la Iglesia con este pasaje de san Lucas (Lc 12, 32-48), plantea –en su admirable sencillez, que no admite discusión ni interpretaciones ajenas a su sentido literal– todo un enfoque de la vida humana. Vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino, dice el Señor a los suyos. Y todo el resto del pasaje, que leemos a continuación, son una serie de consejos prácticos razonables, teniendo en cuenta que ese Reino es el deseo de Dios, nuestro Creador, Señor y Padre de sus hijos los hombres.

Quiere Jesucristo salir al paso de algunas corruptelas que se nos pueden introducir y serían obstáculos, no poco importantes, para alcanzar ese Reino que tenemos como singular destino, y es la razón de la gran dignidad y grandeza humanas. Comienza su discurso el Señor refiriéndose a los medios materiales, que podríamos poner, en sí mismos, como objeto de nuestras inquietudes, por más que nos demos cuenta de que todos son necesariamente perecederos. Sin embargo, la falta de fe y el consentimiento en el apego a las riquezas, nos inducen más y más al engaño. En el fondo de sobra sabemos que los medios materiales deben ser sólo "medios", meros instrumentos que, en definitiva, nos sirvan para alcanzar nuestro único verdadero fin: la Vida Eterna. Ponerlos en la práctica en lugar de la Eterna Bienaventuranza, amándolos en sí mismos, equivale, pues, a errar en el sentido y destino de la vida, sería el fracaso existencial del hombre. Pidamos la luz del Espíritu Santo, para no dejarnos engañar por un desmedido atractivo –falso– de los bienes de este mundo. Una luz que nos haga descubrir, a la vez, el valor único de la perla escondida, aunque nos muestre asimismo el trabajo que reclama su posesión.

Anima Jesús a la vigilancia: cualquier día, en cualquier circunstancia, tal vez cuando no esperamos, nos puede sobrevenir la muerte, el definitivo ingreso en la eternidad. Sabemos, por experiencia, que se nos puede hacer justicia de lo vivido sin previo aviso: "¡Quién nos lo iba a decir..., si ayer mismo habíamos comentado..., y hoy un accidente de verdadera mala suerte..., ese proceso incurable y fulminante...: no somos nadie!" Vosotros estad también preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre. El consejo del Señor es de sensata amistad, de verdadero amor a quienes se quiere, a quienes se desea lo mejor aún a costa de exigirles. Más fácil sería –mucho más fácil también de aconsejar– el estímulo a una conducta despreocupada y cómoda, aunque irresponsable. Pero no sería manifestación de amor, sino posiblemente de secreta complicidad en el fracaso que se avecina.

Alaba finalmente Jesús la conducta del siervo que se comporta de acuerdo con lo que se le indicó: Dichosos aquellos siervos a los que al volver su amo los encuentre vigilando. Porque actuar como Dios espera no es cosa del último momento. No podemos pensar astutamente: "cuando prevea próximo mi final, entonces..., pero aún soy muy joven..., no debo preocuparme por el momento". El amor de Dios por los hombres se manifiesta de continuo: cada día de nuestra vida y durante generaciones con la humanidad. La vigilancia, pues, que nos pide Dios, es una actitud permanente –las veinticuatro horas del día– de atención a ese amor de Padre que nos dispensa. ¿No debemos acaso devolver amor por amor? ¿No es lógico, y propio de personas agradecidas que valoran los dones recibidos, intentar comportarnos como los mejores hijos con semejante Padre?

Nuestra Madre Inmaculada, la mejor de las hijas de Dios, nos dará, si se lo pedimos, un corazón para amar a Dios a la medida del corazón de Jesucristo, su Hijo.