Al modo de Dios

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org

 

 

 A cualquiera nos resulta evidente que el mundo que contemplamos y su concreta configuración no se debe a nosotros mismos. Es algo que reconocemos, que captamos con más o menos profundidad intentando tener un conocimiento lo más exacto posible de esa realidad, así como de las normas o leyes que rigen el comportamiento y destino de cada uno de los seres que lo componen. El hombre no es creador, sino, en todo caso, descubridor de una realidad anterior a él mismo, en la que está también incluído con las excelentes características que lo determinan: es uno más de los seres existentes.

        Constituído sobre el resto de la Creación, el hombre no se ha otorgado a sí mismo esta superioridad, pues, ninguno nos hemos conformado en personas, ni decidido, por tanto, nuestro modo de ser. Más bien, nos corresponde descubrir nuestra propia verdad, como condición previa para todo comportamiento personal ulterior, pues, sólo a partir del conocimiento propio cabe pensar en una acción libre y humana. De hecho, únicamente llamamos humana, aquella conducta que es libre, decidida por cada uno, en la que el sujeto no se siente forzado a actuar y porque conoce sus diversas posibilidades de acción y las consecuencias.

        Como conclusión del relato evangélico que hoy consideramos (Mt 1, 18-24), dice el evangelista que al despertarse José hizo como el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su esposa. José actúa libremente, aunque no llevara él la iniciativa, queriendo secundar en todo la voluntad que Dios le mostraba. Tenemos en él un ejemplo permanente de fidelidad a la vocación, pues, cada vez que aparece en los escritos evangélicos lo vemos colaborando con la misión del Verbo encarnado –que se le confió como hijo–, en ocasiones recibiendo indicaciones de parte de Dios que le concretaban explícitamente lo que esperaba de él.

        En esto está la grandeza de José. Humanamente no es un personaje famoso de su tiempo, ni aparece a sus parientes y conocidos como autor de grandes hazañas; sin embargo, sólo con su vida –ordinaria casi siempre–, porque en todo momento respondió a las llamadas divinas, ha merecido un puesto de privilegio en la Gloria del Cielo, y ser recordado con admiración por todos los cristianos.

        En este tiempo nuestro, cuando para muchos parece decisivo triunfar ante la gente, y que en eso estaría el valor personal; el Esposo de María nos enseña verdadera eficacia y sencillez: José cumple lo que Dios esperaba de él sin pensar en el propio lucimiento ni en satisfacciones personales. Actúa tan sólo a impulsos del querer divino, de modo que le basta conocer lo que el Señor espera de él para procurar ponerlo por obra, empleando para ello lo mejor de sus cualidades. Fe, esperanza y caridad eran hábitos corrientes en su conducta. Es más, por la docilidad con que reacciona a los estímulos sobrenaturales, manifiesta cuánto le movía ya en la tierra el amor de Dios. Un amor plasmado en obras de fidelidad: obediente enseguida a la indicación del ángel de recibir a María como esposa, en contra de lo que él ya había decidido; o, como veremos poco tiempo después, saliendo enseguida, en plena noche hacia un país extraño, porque fiado del aviso recibido en sueños, descansa en la esperanza de encontrar en Egipto el mejor lugar para establecer su familia, aún con las razonables dificultades del viaje y las demás incomodidades, lógicas en una tierra desconocida.

        Las páginas del Evangelio, como ésta que hoy consideramos, pueden movernos al examen: ¿me interesa en realidad descubrir lo que agradará más al Señor en mi modo de actuar?; ¿hasta qué punto y con qué diligencia sigo que me pide, lo que reconozco que es su voluntad para mí? Porque, viviendo de modo consciente en la presencia de Dios, nuestra vida ha de ser de fe, esperanza y amor. Pidamos por ello a Dios, Nuestro Padre, de quien procede todo bien y que nos quiere santos, que aumente en cada uno las virtudes teologales, para tener así realismo sobrenatural; y que, firmemente apoyados en la materia de este mundo, podamos vivir vida de hijos de Dios. La mente de cada uno, atenta al destino para el que nos quiere el Creador, gobernará la conducta nuestra haciéndonos estar plenamente en las cosas de este mundo, pero sin reducirnos a lo mundano. Comprobaremos así que hasta lo más terreno, si forma parte de la vida de los hombres, puede y debe ser sobrenatural, capaz de manifestar amor a Dios, que eso espera de sus hijos en cada instante.

        La nuestra será, como la de María, una vida de fe, esperanza y amor. Será, como la suya, aunque el dolor acompañe, una vida inmensamente feliz vivida en la presencia de nuestro Padre del Cielo.