Islam en casa

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté

 

En Europa se ha pasado de la presencia de musulmanes a la presencia del Islam, es decir de unos inmigrantes han pasado a ser una cultura. ¿Qué significa esto, una invasión? ¿Hemos de acogerlos o tenerles miedo? ¿Van a conquistarnos con hijos? Son algunas de las preguntas que se hacen en los medios de comunicación. Al ver cómo viven en los países musulmanes, salen a la luz cosas preocupantes. Estos meses hemos tenido noticias de diversos tipos de fundamentalismo islámico: Argelia desarrolla una hostilidad feroz ante los que no piensan como ellos. En las islas Molucas hay un proceso de islamización brutal, con miles de muertes y una intolerancia que lleva a la tortura. El Gobernador de Ambon, Saleh Latuconsina, responsable del Estado de Emergencia Civil de las Molucas, ha reconocido que “es innegable que en Keswui y Teor está sucediendo una islamización forzada”. Y los ejemplos podrían multiplicarse.

Muchos tienen miedo a esa “islamización en nuestros países. Como dice “Alfa y Omega” en un reciente número, “El Islam —en España su presencia aumenta de día en día— ha plantado sus raíces en Europa”. Ya no son algunos inmigrantes, sino que tenemos el mismo sistema cultural, religioso del Islam. Han sido famosas las declaraciones del arzobispo de Bolonia, sobre la manera de integrarse de esas personas que llegan a una cultura milenaria y a una civilización, se les pide que tengan sensibilidad y no sean arrogantes en imponer sus formas, que es lo que se critica del colonialismo europeo en los países de conquista: no llegan a un desierto que pueda modelarse a su modo sino que han de respetar una historia y tradiciones, un patrimonio “de humanismo y de civilización que no se debe perder”. En la unión europea viven “oficialmente” más de una docena de millones de musulmanes, y hay quienes no esconden su espíritu de conquista a través de los hijos, como decía una mujer a un conocido mío, señalando el niño que llevaba dentro: “os conquistaremos así”.

Sin embargo, es preciso que nos convenzamos de que todos los hombres estamos unidos, formamos una familia. Éste es el sentido profundo de la fraternidad: creados a imagen de Dios, todos los hombres tenemos la misma radical dignidad, somos dignos de ser amados (amables). Y quizá las fronteras entre los países no sean más que un invento artificial (otra cosa es el amor a la patria). Las personas que no tienen tierra tienen derecho a ir a la tierra que no tienen personas; es decir los que no tienen medios para desarrollarse pueden ir a dónde hay más medios para ejercer su libertad de trabajar y formar una familia. Además, hay un problema de fondo y es que no se ha ayudado a la cultura y el desarrollo de esos pueblos, creando marionetas que los gobiernen en manos de las grandes potencias mundiales. Es preciso una educación en la solidaridad; que con la globalización implica una determinación firme y perseverante de empeñarse en el bien común de toda la humanidad; de todos y de cada uno, todos somos verdaderamente responsables de todos. Y no ver nunca al ‘otro’ como un instrumento de explotación a poco coste, dice el Concilio Vaticano, “abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un ‘semejante’ nuestro, una ayuda, para hacerlo partícipe, como nosotros, del banquete de la vida al que todos los hombres son igualmente invitados por Dios”.

Hemos de preocuparnos de que muchos que no alcanzan el mínimo de bienestar no pueden pensar en bienes de tipo cultural o espiritual, y puede pasar que pierdan entonces su dignidad, y embotados no disciernan el bien en algunos aspectos; también somos en parte responsables de estas actitudes.

Las taras del mundo nuestro en este sentido son múltiples, como el paro, no dar primacía a la persona encima del trabajo, el afán exclusivo de lucro a cualquier precio, o dejar improductivos los capitales... Sin duda, una de ellas es la hipocresía en la cuestión internacional de ayuda a los países hace a las potencias más desarrolladas responsables de tantas cuestiones.

Del respeto hacia las personas nacerá una cultura para el diálogo. En medio de nacionalismos que dividen (y que tienen dentro un cierto poder de centralismo en detrimento de los modos culturales de cada pueblo, comarca, etc.) hemos de trabajar con esta confianza en el hombre y pensar que la diversidad de culturas diversas es riqueza. El Papa ha invitado recientemente a aceptar “el reto de la multietnia, a no cerrar las puertas del corazón”, y buscar “una integración respetuosa, en la legalidad, pero también en la acogida”. Es hasta irónico que los creyentes del mismo Dios se maten entre ellos, siendo hijos de Abraham (judíos, moros y cristianos). Las Naciones Unidas han proclamado el 2001 como Año Internacional del Diálogo entre las Civilizaciones. Cada uno de nosotros está llamado a favorecer este diálogo en sus diferentes aspectos, de modo que se puedan apreciar los valores de las otras culturas y de las otras religiones. De manera que hay dificultades, pero no hay que exagerarlas y mucho menos verlas desde la xenofobia o el egoísmo, sino que son obstáculos reales resolubles, problemas que pueden solucionarse, cuando hay un clima de valores humanos se puede trabajar desde esta educación para la concordia basada en la dignidad humana.