La paciencia, ciencia de la paz
Autor: Padre Llucià Pou Sabaté
Hay momentos en la vida en que parece que a uno
se le acaba la paciencia, ya no es capaz de seguir aguantando, y explota. Y con
la gota que colma el vaso se acaban las fuerzas para seguir con un matrimonio, o
cualquier otro compromiso, o los padres que pierden ya la confianza en sus
hijos, y se proclaman expresiones como “esto es irreparable”, “se ha roto algo
para siempre”, “ya nada será como antes”. Y viene la soledad, sensación de
abandono, incertidumbre, desaliento: ante situaciones del mundo de la política,
de la sociedad, del mundo laboral…, uno puede sentir derrumbarse algo por lo que
ha luchado mucho tiempo, y se rompe todo en añicos en un momento. Es la
fragilidad humana, la impaciencia que quiere seguir los criterios del mundo -muy
distintos a las bienaventuranzas que promulga Jesús-: la eficiencia y el placer
pasajero aún a costa de la mentira, el anhelo desmedido de éxito... Confiar en
Dios en todas las circunstancias, incluso en la adversidad, cuesta, pero vale la
pena... La paciencia es un árbol de raíz muy amarga pero de frutos muy dulces
(Fénelon). Así, la paciencia es el fruto maduro de la fortaleza, la paz-ciencia,
ciencia de la paz. Como para los militares donde los demás vean dificultades
sabremos intuir oportunidades, incluso crecernos ante ellas.
Ante los defectos de una
persona, no hay que perder la calma diciendo “¡ya está bien, no puedo más!” pues
¿qué vamos a hacer con esta persona, matarla? No, hay que quererla tal como es,
superando aquel defecto como un escollo y sabiendo que cada persona tiene
cualidades ocultas, que sólo con el tiempo aparecen. Cuentan de una osa que dio
a luz un pequeño cachorro horriblemente feo. “¡Ganas me vienen de
estrangularlo!”, dijo la osa a la corneja: -“¡Guárdate de hacerlo!” -contestó
ésta. “Yo he visto a otras osas pasar por lo mismo: ve y lame dulcemente a tu
hijo y le verás hermoso y te honrará”. Así lo hizo la osa y se esmeró
cuidándolo; y el cachorro, poco a poco, fue volviéndose hermoso, por eso le
agradeció el consejo a la corneja: “-Si no hubieses moderado mi impaciencia
hubiera rechazado al hijo que ahora constituye el placer de mi vida”. A veces
parece que alguien no da para más, “no está el horno para bollos”, y la
paciencia da sensibilidad para ver más allá del presente, y afrontar las
contrariedades conservando la calma y el equilibrio interior, logrando
comprender mejor la naturaleza de las circunstancias, es la “ciencia de la paz”,
que genera armonía a su alrededor.
Me contaron en el Alcázar de
Segovia que a una aya se le cayó el infante real que cuidaba, un niño pequeño,
por el balcón, a muchos metros por encima de los jardines. Ella, desesperada, se
tiró por el precipicio y se mató. El infante había quedado colgado de unos
salientes, y lo rescataron. La aya se había “precipitado” en los dos sentidos de
la palabra (impaciente y tirarse al precipicio). En el cerebro el pensamiento no
es nunca objetivo sino ligado a las emociones, siempre influenciado por
sentimientos y pasiones. A veces nos fijamos en algo sin visión de conjunto,
absolutizamos un aspecto. Se me ocurre un ejemplo: cuando nos vienen con una
historia algún profesional de la mentira, y nos creemos aquello al sentir la
empatía con los problemas que nos cuentan, pero en cuanto han acabado y quizá
hemos dado dinero a ese “necesitado”, y se va, aparece la distancia ante el
problema, de modo menos emotivo, más cerebral, y nos parece que hay algo que no
cuadra… tenemos la sensación de haber sido engañados. Esperar, tener distancia
ante los problemas, ayuda a pensar mejor.
"El mundo es redimido por la
paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres", decía
Benedicto XVI en la homilía del comienzo de Pontificado: ante un pueblo rebelde,
"los discípulos, hubieran deseado inmediatamente mandar caer fuego del cielo
para consumirlos. Jesús los detiene y reprende. La impaciencia de los hombres no
suele comprender la paciencia de Dios”.