La zarza ardiente

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté 

 

Teresa de Calcuta en 1947 experimentó “una profunda y violenta unión con Dios”, una unión muy intensa que la preparó para 50 años de soledad, de no sentir el amor de Dios: su “noche oscura” fue sentir que Dios la rechazaba o que no la amaba lo suficiente. Eso, para una persona que está enamorada, que quiere dar todo su ser a Dios, es muy doloroso. “Solía repetir que la pobreza más grande en el mundo de hoy es la de sentir la soledad de no ser amado. Y –explica Brian Kolodiejchuk- esto es exactamente lo que le ocurrió a ella. De esta manera, se identificó con los pobres a los que ella servía. Además, comprendió mejor el valor redentor del sufrimiento. Estaba tan unida con Jesús, que Él pudo compartir con ella el dolor y la oscuridad que Él mismo había experimentado en Getsemaní y en la Cruz”.

Así tuvo experiencia de aquello que tenía que ayudar a los demás, y así suele preparar Dios a las personas a quienes ha de pedir mucho. La Transfiguración del Tabor es prefacio del sufrimiento de la Cruz, la puerta “estrecha” que requiere abnegación, mortificación que es despojarse del propio yo para vestirse de la mansedumbre y la misericordia, el «pasaporte» que nos hace amigos de Jesús.

Moisés, perseguido por asesinato, huye de su tierra y va al desierto, donde descubre la compañía de Dios. En esa soledad ve “la zarza ardiente”; que es también el título de la novela de S. Undset que muestra la persona vulnerable, sola ante Dios: “Paul permaneció postrado ante la barandilla del altar. Notó la voluntad que se cerraba en torno a la suya, desde el Reino de los insondables misterios y desde la real presencia ubicada a unos pocos pasos de distancia (estaba ante el sagrario); que se precipitaba hacia él como una inundación, y se sintió captado por lo que en este mundo está simbolizado por el fuego. Su alma quedó cegada por algo que aquí en la tierra tiene a la luz como representante. Fue como si una zarza ardiente le atrajera hacia sí, le acercara, y le consumiera, sin que por ello dejara de existir... al poco rato, cesó el arrebato, aunque dejó tras él una paralizadora sensación de felicidad.

Permaneció inmóvil, sintiendo que se había sosegado hasta el mismísimo fundamento de su ser. Algo se había derrumbado en su interior dejando profundas oquedades en lo más íntimo de su ser, donde reinaría para siempre aquella quietud, aun cuando todo lo que su conciencia llegara a sentir fuera de tumulto mental”. Cuando se da esa experiencia íntima de Dios ya no habrá más momentos de soledad. Entonces todo es gracia, crecimiento, se aprende tanto de los golpes como de los dulces, todo hace profundizar en una realidad más auténtica, despojados del "cartón repintando" que adorna el teatro del mundo, ese teatro de feria, se adquiere una libertad de espíritu de no depender de honras ni honores,  la persona no tiene respetos humanos y se siente responsable sólo ante Dios, a quien ve en su conciencia, y no se dejar afectar más por nada ni nadie... pero sin cerrarse, que sería la respuesta neurótica de huída del mundo y de los demás: es necesario confiar en los amigos, escuchar a quienes merezcan la pena.

Quizá recordamos cuando no sabíamos nadar y no hacíamos pie, en aguas profundas: los pulmones se disparan, perdemos el aliento ante la sorpresa… así nos sentimos a veces, desconcertados por situaciones que no nos esperábamos, que nos parecen injustas, y ese desconcierto impiden pensar, nos hace sumir en un pozo en el que se hace de pronto la luz. En aquella dificultad hay concertado un encuentro con Dios, que al mismo tiempo prepara para otras pruebas posteriores: un desgarramiento interior –sacrificio- suele ser un preludio del éxtasis, en la sinfonía de la vida, y al mismo tiempo es eso un camino para reforzarse para lo que vendrá… Desnudez del alma que se une a Dios, fortaleza que ya nada tiene de humano, santuario donde se da el encuentro…