Dolor y consuelo
Autor: Padre Llucià Pou Sabaté
“¡Lo único que sé de
mí es que sufro…!”, dice el alma desconsolada. Duns Scoto evocaba la desolación
humana en aquel “la persona es la última soledad” que quiere ser escuchada, que
solicita respuesta. Como decía Juan Bautista Torelló (Psicología
y vida espiritual), necesita consoladores, no simple
consuelo. Es decir, no solo requiere “solatio” (solaz, alivio, pensar cosas
bonitas) sino “consolatio” (alivio-comunión, alguien que le abrace), como dice
el Salmo 63: “el dolor me rompe el corazón, estoy desesperado. Busco un
consolador y no lo hallo”, por eso quien sufre sumido en la tristeza no busca
sermones ni palabras, sino que necesita la compañía y abnegación del amigo, la
dimensión femenina de llorar juntos: “bienaventurados los que lloran, porque
ellos serán consolados” (Mt 5,5), y el que no tiene quien esté a su lado dirá
aquello de “he llorado mucho por la noche, porque mi consolador está lejos de
mí” (Jer 1,16).
No
todos los amigos saben consolar bien, como con los de Job: “sois todos unos
consoladores pelmazos” (Job 16,2). Recuerdo un sacerdote muy bueno agonizando,
contento de estar acompañado, y yo veía a unos parientes que le hablaban
deseosos de preguntarle: “¿estás bien?, ¿cómo te encuentras?, ¿deseas algo?” y
al final el moribundo dijo: “sí, ¡que os calléis!” Quería compañía, pero que no
le agobiaran, morir tranquilo… él tenía el consuelo de Dios: “Yo, yo mismo os
consolaré. Transformaré vuestra tristeza en alegría… El Señor dice: Os llevaré
en brazos y jugaréis sobre mis rodillas. Como una madre consuela a sus hijos,
así os consolaré yo” (Is 65,11-13). Es difícil esta simpatía, que no consiste en
dar al otro lo que le gusta sino lo que le conviene, no es sensiblería sino
contacto y distancia a la vez, com-padecer tiene esa comunión evangélica de “si
un miembro sufre, todos sufren; si un miembro se alegra, todos se alegran con
él” (1 Cor 12,26) y ahondando en ello sigue san Pablo: “Cristo es quien nos
consuela en toda tribulación… sabedores de que, así como participáisteis en
nuestros padecimientos, así también participaréis en los consuelos” (2 Cor
1,3-7). Comenta Torelló: “Cristo conforta pues, no sólo porque por ser verdadero
Dios conoce al yo individual que sufre en su soledad, ni porque Él haya dado
respuesta a la pregunta sobre el sentido del
dolor, sino porque Él mismo es la respuesta a todos
los interrogantes del hombre. Cristo no ha resuelto el misterio, sino
que lo ha hecho precisamente más profundo y mayor: Mysterium
Crucis.” La gran paradoja que decía Juan Pablo II,
más allá de toda razón según san Pablo, que resplandece en la noche pascual,
pues Cristo venció a la muerte, pero sigue de algún modo sufriendo en cada
sufriente, Jesús está queriendo consolar a cada persona que sufre, sufrir con
ella. Y esto no se queda en palabras, como descubrió aquella persona: "Hoy
comprendo lo que es amar la cruz: acabo de ver a Cristo clavado en mi cruz,
ahora cuando sufro, sufro abrazada a Él!"
Y
nosotros hemos de llevar el consuelo que necesita quien pasa por momentos de
dolor. No hay técnicas generales, pues nada peor que “despachar” a esas personas
con estereotipos, frases hechas, como si fueran niños o idiotas… “se necesita
decisión y presencia de ánimo, no para ‘exigir’ sino para despertar
posibilidades adormecidas, fuerzas amodorradas, libertades y esperanzas
inhibidas…”
La
manera mejor de salir de la espiral del dolor, cuando no se puede curar, es
trascenderlo: cuando se sufre por una
persona, cuando se pasa de aguantar a aceptar, cuando se pasa al ofrecimiento, a
la vida como donación y sacrificio, y entonces ya no es algo impuesto el dolor
sino libre, como Jesús que da la vida (la penitencia por ejemplo es expiación
querida, a diferencia del castigo que es expiación impuesta).
La esencia
del sacrificio no es el dolor, sino el amor, no somos masoquistas… así “Cristo
nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos consolar a otros
en cualquier aflicción con el consuelo con que nosotros mismos somos consolados
por Dios” (2 Cor 1,4).