Un pantalon errante

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es

 

 

Al misionero le toca recorrer los anchos caminos del mundo. Polvorientos caminos, a veces; pedregosos, otras; inexistentes apenas, en la espesa y tupida vegetación de la selva. Naturalmente, la ropa suele quedar destrozada cuando hay que ir abriendo brecha por las junglas.

En cierta ocasión, al misionero le regalaron un “corte” de tela para hacerse un pantalón. Conocía a un sastre, bueno como persona y bueno como sastre. Por aquello de que aquel buen sastre tenía un hijo estudiando en el seminario (oh, tierra bendita de Guatemala), él y el misionero se habían hecho buenos amigos. Con el corte de tela bajo el brazo el misionero se presenta en el taller.

—Señor Hernández, ¿cómo le trata la vida?

Luego de un rato en amena charla, y tomado que hubo el buen sastre las medidas al misionero, éste:

—¿Qué día le parece bien que venga a recoger el pantalón?
—El jueves estará listo.

Al jueves siguiente, por la tarde, allí que se presenta el misionero. El pantalón estaba listo y guardado ya en una bolsa. Color de la bolsa, blanco. Color del pantalón, verde suave, bonito. Tarde espléndida y tropical.

Naturalmente, al día siguiente era viernes. Por cierto, viernes y 13. El misionero, al que el número 13 le va, como quedará demostrado a continuación, pensó que era buen día para estrenar el flamante pantalón. Dicho y hecho. Y a la calle que sale, temprano, cuando en el trópico aún no calienta el sol en exceso.

La vanidad del misionero estaba servida, no ante la gente, que aún era poca por las calles a esas tempranas horas, sino ante sí mismo. Que no todos los días se anda de estreno. Viernes y 13. Y, la verdad, al principio no notó nada. Pero según el sol iba aupándose en el horizonte y sus rayos impactando en el recién estrenado pantalón, el misionero notó una sospechosa policromía en el verde suave y bonito del neo-pantalón. Se fijó mejor. Se detuvo. Echó a andar. Volvió a detenerse. Parpadeó, por si era defecto de su vista. No había duda. 

—¡Ave, María! ¡Pero qué es esto!

Dos destellos luminosos en perfecto dúo de matices policromáticos daban sensación de alguien escapado de un circo. Cada pierna del pantalón tenía distinto color; aunque parecido, que todo hay que decirlo.

—¡Tierra, trágame!

Pero antes de que la tierra se lo tragara, y por si acaso, viernes y 13, el misionero se fue corriendo a la casa parroquial a cambiarse de pantalón. Luego, tomó el neo-pantalón, de inconcluso estreno, y en la misma bolsa, color blanco, metió el pantalón, color verde suave, bonito. Y se presentó en el taller del señor Hernández, su amigo.

—¡Señor Hernández, que me van a contratar en el circo!
—¡Cómo así, amigo!
—Sí, que necesitan un payaso; que tiene que llevar el traje de arlequín por su cuenta. Y yo ya lo tengo.
—¡No me diga!
—¡Sí, le digo!

El misionero sacó el flamante pantalón, color verde suave, bonito, de la bolsa, color blanco, y lo estiró ante los incrédulos ojos del buen sastre.

¿Qué había pasado? Pues que algún cliente le llevó otro corte de tela para un pantalón. Color verde suave, parecido, pero no tan bonito. El buen sastre debió despistarse, confundió los trozos ya cortados, los emparejó equivocadamente, y el resultado fue un precioso pantalón, verde polícromo, apto para el circo, pero no para la calle. Los dos amigos se echaron a reír a mandíbula batiente. 

—Ya me había asustado. Al decirme que lo contrataban en el circo, pensé que había colgado los hábitos.
—Los hábitos, no; pero el pantalón, sí. Por si acaso.