Ligeros de equipaje

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es

 

 

“No llevéis alforjas, ni sandalias...”. La bíblica frase, los dos misioneros se la sabían de memoria; por supuesto. Ellos no llevaban alforjas; también, por supuesto. Pero, claro, algo habrá que llevar, se dijeron. Y, naturalmente, cada quien se llevó a la misión una sencilla maleta, con la ropa y útiles imprescindibles. Y un maletín. Si importante la maleta, importante el maletín. En una, la ropa. En el otro, los papeles con los esquemas de predicación.

Constatado queda, pues, que los misioneros llevaban maleta y maletín. Las maletas, en la bodega del autobús. Los maletines arriba, con ellos, en el compartimento de pasajeros. Por supuesto, ellos también iban.

No está por demás hacerlo constar: ellos también iban. Porque, quede también en acta, algo despistadillos sí que lo eran. Y cuando se es despistado nunca se sabe lo que puede ocurrir.

Pues bien, en cierta ocasión hacían pareja de misión estos dos misioneros. Veterano uno, novato el otro. El veterano, era cuidadoso. El novato, despistado. Subieron al autobús, tomaron asiento, y al pueblo que tenían que misionar que se dirigen. Largas y cansinas horas de viaje, por el inmenso México; y claro, con el traqueteo del autobús a los dos les entró sueño. O sea, como las diez muchachas del evangelio.

Alguien, sin embargo, no dormía en el autobús. En alguna de las paradas, un anónimo amigo de lo ajeno aprovechó para transferir de propietario uno de los maletines. Cuando llegaron a destino, los dos consabidos misioneros, se apearon. El misionero cuidadoso advirtió, con inquietante sorpresa, que su maletín se había evaporado. El despistado, le consolaba. El cuidadoso, inconsolable, se lamentaba:

—Pero si ahí iban mis sermones y conferencias. ¿Qué hago yo ahora?

No había modo de que se mentalizara y aceptara la irreparable pérdida. En esto, arrancó el autobús para continuar su marcha. Al retroceder, para hacer la maniobra de salida, y mientras los dos misioneros seguían en su dialéctica consolatoria, una llanta trasera del autobús alcanzó una de las maletas. Cabalmente, la del despistado. La dejó planchada.

—¡Mi maleta! ¡Mi maleta...!

Su maleta yacía yerta, aplastada sobre el asfalto.

—¿Y ahora, qué hacemos?
—¿Qué vamos a hacer! ¡Comenzar la misión...!

Y así, ligeros de equipaje, uno sin maleta, otro sin maletín, entraron en la parroquia y dieron comienzo a la misión.

Naturalmente, el sermón inaugural versó sobre las evangélicas palabras de Cristo: “No llevéis para el camino, ni talega, ni alforjas, ni sandalias...”