En un lugar de la mancha

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es

 

 

En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre yo sí quiero acordarme, vive, trabaja, sufre y ama, una gente estupenda. Población grande. “Ciudad muy noble, muy antigua, muy leal, y muy afable”. Así consta en sus blasones y actas. Felipe II la nombró Villa en 1575. Y Alfonso XII, en 1879, Ciudad.  

La misión popular se dio en cuatro centros. Me tocó el barrio más alto, orográficamente hablando, y posiblemente el más humilde en cuanto a economía. Este barrio se configuró sobre lo que fue un antiguo volcán. Populoso barrio de El Calvario. ¿Qué pueblo o ciudad españoles no tiene su barrio de El Calvario? Que el mundo está sembrado de cruces y todas desembocan en el Calvario. En la cima quedan los restos de un antiguo castillo. Que ya se sabe, los castillos antiguos eran como canchas deportivas donde “moros y cristianos” ejercitaban el antiguo deporte de la guerra. Sin más armas que espadas, palos o piedras. Y los días festivos se guardaba fiesta. Que la guerra era deporte de los días laborables.  

Pues bien, en las últimas casas, en lo más alto, cerca del castillo, verán ustedes, si no lo han quitado, un letrero: “Villa el rey”. Se trata de una “peña” de amigos, de las varias que hay en el municipio, tan típicas de estas tierras. Dicha peña estaba compuesta por doce hombres, como doce apóstoles. Ellos dieron la nota más humana y cordial de la misión.  

El grupo de estos “doce apóstoles” como yo los llamé, está compuesto por: un enterrador, un pastor de ovejas, un panadero, un ex forofo de los bares. El resto son gente que sobrevive al milagro nacional que en España es “el paro”. En resumidas cuentas, gente pobre, a mucha honra, decían. Pero cordial, hospitalaria, solidaria; y con un corazón tan grande y ancho como La Mancha.  

Al igual que al más cuerdo de los cuerdos que en el mundo han sido, son y serán, por romántico, casto, extraterrestre y español, soñador y aventurero, universal y manchego, que fue Don Quijote de La Mancha, a ellos tampoco les sobra ni un maravedí. Pero determinado han, y así lo hicieron, formar una peña. Como no podía ser en plan grande, al estilo sanferminero, la peña es pequeña. Ellos compran el vino, ellos lo consumen, y a un coste por barba prácticamente simbólico. De este modo, les sale mucho más económico que en los bares; y la peña se convierte en sitio agradable para estar y en foro “parlamentario” de alta democracia; que para eso le han puesto un nombre pomposo: “Peña el rey”, donde se debaten los importantes, triviales y reales asuntos, de la humilde vida cotidiana.  

Este es el cuadro y marco de la situación. Pues bien, era el primer día de las asambleas de la misión. Labor propia del misionero es visitarlas. Entrando estaba en una de las casas donde se celebraban, cuando alguien, saliendo de una bocacalle, gritaba:  

—¡Oiga...! ¡Oiga...!  

Eran dos hombres. Venían corriendo hacia mí. Me dije, seguro que tienen algún enfermo grave y van buscando un cura.  

—¡Oiga...! ¿Es usted el misionero?

—Si nadie me ha cambiado la identidad..., creo que sí. ¿En qué les puedo servir?

—Pues mire, que nosotros somos de la “Peña el rey”, nos hemos enterado de que anda usted haciendo misiones, y quisiéramos que nos hiciera una visita.

—¿Sí? Pues espérenme tres minutos que ahora mismo voy.

 

Se corrió como la pólvora que los de la “Peña el rey” habían invitado al misionero.

 

—¿Es posible...? ¡Si esos no van a misa...!

 

¿Acaso hay que ir a misa para invitar al misionero...? No faltó quien estaba viendo un milagro. Yo, por mi parte, me encontré con un puñado de hombres, doce, como doce apóstoles; gente buena, almas espiritualmente abandonadas, pero ansiosas de oír la Palabra de Dios.

 

Fue así cómo, noche a noche, tuvimos nuestra asamblea en la “Peña del rey”. Yo mismo tuve que hacer de monitor, ya que eso de leer no iba con ellos. Y sin embargo, desde su sencillez, hay que ver cómo supieron profundizar en los temas. No sabían de teología, pero sabían de la vida.

 

Profundidad, amenidad, cordialidad. En estas tres palabras resumiría lo que fueron aquellas reuniones en la “Peña el rey”. Y como al calor del fogón, que ardía con alegre chisporroteo, la garganta se resecaba, de cuando en cuando hacíamos un punto y aparte para que pasara la bota de vino de mano en mano.

 

A la siguiente semana, la de la predicación en el templo de El Calvario, no faltó ni uno. Daba gusto ver a “los doce apóstoles” ocupando los primeros bancos, para no perder ripio de todo lo que el misionero decía. Fueron un testimonio formidable.

 

En una de las celebraciones misionales, donde a cada asamblea se le pidió que trajera un símbolo, ellos se presentaron trayendo a hombres una preciosa ovejita. La habían bañado y estaba blanca, impoluta. Y le habían puesto un lazo de adorno al cuelo.  

Cuando entraron al templo con la ovejita a hombros, la gente se reía. De pronto, la risa se transformó en un nudo en la garganta cuando, a la hora de explicar el símbolo, dijeron:  

—“Hemos oído en el evangelio que Cristo fue en busca de la oveja perdida. ¡Nosotros somos la oveja perdida! Esta ovejita es el símbolo de nosotros”.  

Más de una lágrima vi correr entre los feligreses. Aquel fue el mejor sermón, el más elocuente, el más vivo, el más directo.  

Doce, como doce apóstoles. Doce cristos vivos llegados de la marginación.  

Fue en un lugar de La Mancha de cuyo nombre yo sí quiero acordarme.