Homenaje a los Catequistas mártires

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es

 

 

EN RECUERDO DE LOS CATEQUISTAS MÁRTIRES

 

Jacinto, nombre propio, caso real.

Flores, apellido propio, caso real.

Benjamín, nombre propio, caso real.

Presidente, Secretario y Tesorero de Acción Católica parroquial, no se les llama por su nombre; también son casos reales. 

Fueron, tan sólo, unos de los muchos catequistas asesinados en Guatemala en la ya lejana década de 1970.

Aunque esta reseña está recogida en el libro “Cristos del andar misionero”, hoy van a las páginas de Internet como homenaje, a ellos, y a los demás catequistas asesinados, hombres de bien, que dieron su vida por Cristo.

La hija, que Jacinto no llegó a conocer, aún estaba gestándose en el seno materno, vive en Guatemala. De su padre sólo sabe que era un hombre bueno. Yo añado: y un catequista santo.

 

 Jacinto: tú fuiste el primero. Luego vendrían otros. Y la parroquia, como tantas parroquias de Guatemala, se nos fue poblando de mártires. Con tus caites (sandalias) de llanta de camión, atados con correas rústicas de cuero. Con tu camisa amarilla, haciendo honor a tu nombre, tú eras un hombre bueno, de paz. Con tu pantalón humilde. Con tu Biblia en la mano...  

Así te recuerdo, mi querido Jacinto. Es tu imagen. Imagen que se me quedó grabada en la mente. Yo era tu párroco. Y tu muerte sacrificial me impresionó. No me podía imaginar que, de arrebatarme alguien una oveja del rebaño parroquial, para sacrificarla, te escogieran precisamente a ti.  

Qué campeón de la fe fuiste. No era yo sólo; todos lo decían, eras el mejor catequista.  

Y no habías bebido la teología en las altas escuelas del saber. Si bien eras el primero en acudir a los cursillos de catequistas que impartíamos en Mazatenango.  

Tu saber, tu ciencia, tu teología, lo que te caracterizó, fue el profundo amor a Cristo y a los hermanos. Incansable, recorrías los caminos, abrasadoras tierras del Parcelamiento Las Cruces, del Sector Canales, del fértil Suchitepéquez. Con sudor y cariño sembrabas la milpa en tu parcela. Y eras, como todos tus queridos hermanos de raza indígena, un pobre a perpetuidad. Y el catequista más querido y admirado.  

Con ilusión esperabas la hija que estaba próxima a nacer. No llegaste  a conocerla. Tampoco ella a ti. Hoy sabe que su padre está en el cielo.  

Hoy, a la distancia del tiempo y la geografía, igual que un Kazantzakis, perdón por mi osadía, “clamo a la memoria de este recuerdo mío, reúno mi vida dispersa en el viento, y de pie como un soldado ante el general, hago mi informe al Greco”.  

Hago mi informe, te lo diré con amor, como un homenaje sencillo y sentido, a ti, y a tantos sorprendentes luchadores, excepcionales testigos de la Fe y de la Vida, catequistas inclaudicables de Cristo por las sufridas tierras de la América india y del mundo, que de modo tan callado y fiel, vais sembrando la Palabra.  

Cuando de mañana muy temprano vinieron a avisarme que te habían asesinado, no me lo podía creer. Ingenuamente pregunté si no se habían confundido de persona. Cierto que la violencia en tu querida Guatemala era lacerante cotidianidad. Pero quién podía tener nada, absolutamente nada, contra un humilde y honrado padre de familia, ¡contra un sencillo y abnegado catequista! Y digo lo de sencillo en el literal sentido de la palabra, y por tu pobreza habitual. Que en cuanto catequista, fuiste un gigante.  

¿Quién, o por qué te mataron? Nadie tuvo respuesta a la pregunta. Las balas tenían dueño, eso sí. Pero era un dueño anónimo, indefinido: “cuerpos paramilitares”, que lo mismo podían ser del ejército que de la guerrilla.  

Habías terminado el rezo del rosario con la gente, en la capilla de la aldea, como lo hacías a diario. Estabas cerrando la puerta de la capilla. No había luz eléctrica en la aldea. Tu linterna de mano no habría alcanzado para aluzar a los matorrales cercanos. Ni tú podías imaginar que una metralleta te estaba apuntando cobardemente desde la oscuridad. En el trópico la noche cae casi de golpe. Otro catequista, Flores, se quedó para acompañarte. Alguien aventuró:  

—Era a Flores a quien buscaban...  

Eso dijo alguien, y eso comenzó a decir la gente. Pero basta que a alguien se le ocurra una frase para que se convierta en voz común entre la gente.

—Era a Flores a quien buscaban...  

No lo creo. También el catequista Flores era buena gente. Si no catequista a tiempo completo, sí muy próximo al grupo de evangelización.  

—Es que Flores tenía ideas políticas...  

Algo hay que decir. Lo malo es que los muertos no pueden hablar. Se produce un asesinato y todo son conjeturas. En todo caso, y aunque así fuera, ¿de cuándo a acá es delito tener ideas políticas? ¿Ni quién ha dicho que sea razón justificante o suficiente para asesinar a una persona?  

¿Qué ideas políticas puede tener un pobre campesino que no sean: su hambre endémica, o sus pies descalzos? La selva, una vez más, se tragó el misterio.  

Y cuando unos meses más tarde mataron al presidente, al secretario, y al tesorero de la Acción Católica parroquial, ¿también ellos tenían ideas políticas?  

Y Benjamín, padre de quince hijos, el más fiel sacristán que tuvimos cuantos párrocos en aquella parroquia de Santo Domingo, Suchitepéquez, ejercimos, ¿también tenía ideas políticas? Lo único que tenía era una honradez y fidelidad a carta cabal. Padre de quince hijos, sin más sueldo que el que recibía de la parroquia. Hombre bueno entre los buenos, y humilde entre los humildes. Siempre me acompañaba en los largos recorridos que a diario había que hacer por aquella inmensa parroquia rural. Su abnegación y piedad eran increíbles.  

¡Qué duro resulta evocar estas cosas! Si lo hago, es por la sola razón de justicia: Porque sois los santos que con más certeza estáis en el cielo. Aunque tal vez nunca ni nadie se acuerde de canonizaros.  

Lo hago también por un motivo personal: el cariño y agradecimiento que os tuve y conservo.  

Lo hago como un sencillo homenaje y recuerdo en el tiempo, a vosotros, mis queridos cristos mártires catequistas, descalzos unos, con caites de llantas de camión y rústicas correas de cuero, los otros.  

La sonrisa perenne en vuestros enjutos rostros indígenas, y la ternura y bondad inmensas en vuestro corazón, es lo que guardo en el mío. Os admiro. Os quiero.