En los signos de los tiempos pensadores poetas y santos

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es 

 

 

Parece ser que antiguamente las personas observaban mucho el cielo. Querían saber si iba a llover, o no, si el tiempo sería bueno o malo, con mirar al cielo era suficiente, enseguida lo sabían. Hoy miramos la televisión, y “el hombre” o “la mujer del tiempo”, nos informan de inmediato sobre la meteorología.

Cristo alude a esto en Lucas 12, 54-56, para echar en cara a los fariseos que, sabiendo interpretar el estado meteorológico del tiempo, no saben interpretar el tiempo real en que viven. Es decir, los signos de los tiempos.

Los “Signos de los tiempos”, fue una expresión muy socorrida por el Papa Juan XXIII. También por el Concilio Vaticano II, que él mismo promovió y convocó. Y a continuación, el mismo Concilio en los decretos sobre la Iglesia, sobre la liturgia, sobre la relación con el mundo actual, hace hincapié en el tema. Predominaba en los obispos reunidos en el Concilio la convicción de que la salvación a la que Dios a todos nos convoca nos lleva a un dinamismo necesario para construir la historia.

Si hay algo realmente dinámico, es precisamente la historia. Y la historia, naturalmente, tomada en el sentido de vida. La vida es dinámica; se desarrolla y crece. Y lo mismo que pasa con un árbol, por poner un ejemplo, sucede con la vida. Las hojas nacen y van creciendo en las ramas, hasta que terminan su ciclo y caen. Es decir, lo que ayer valía, puede que hoy ya no valga.

El Vaticano II lo tuvo muy claro. Sabía que aquello que ayer era actual, podía no serlo hoy. Lo cual, aplicado a la Iglesia, tiene una fuerza y exigencia vital. Porque resulta que en la historia de la Iglesia se plasma la historia bíblica: los fariseos leían a los profetas, pero no comprendían que lo que los profetas habían preanunciado había sucedido ya. Y Cristo se lo echa en cara. No entendían la importancia de los tiempos nuevos. No supieron interpretar los signos del tiempo de Dios.

La Iglesia sabía que no podía caer en el mismo error de los fariseos. Y se puso a estudiar su pasado, para poder comprender su presente, sabiendo que es preciso respetar su tradición, rica de la presencia de Dios, pero sin interrumpir la ineludible relación con el presente. Y con toda la problemática que conlleva.

Dios habló, habla y seguirá hablando a los hombres y mujeres de todos los tiempos. Por consiguiente, también hoy. Dios tiene también su propia historia. Siendo eterno, su historia es historia de amor. Y de pronto Dios se metió, y metido sigue, en la historia del ser humano. También hoy Dios sigue conduciéndonos a la salvación. Es Él quien conduce la Historia de la Salvación. Dios es universal, en consecuencia, no es patrimonio de nadie en particular. Nadie tiene la exclusiva de Dios. Ni judíos, ni cristianos, ni musulmanes. Nadie. Dios es amor. Nosotros, todos sin excepción, aún los no creyentes, y los contrarios a Dios, somos partícipes de su amor.

En el mundo actual, tan lleno de ruidos y voces incoherentes, no es fácil escuchar o distinguir su voz. Esto la Iglesia lo sabe muy bien. Y sabe, por consiguiente, que se necesita un esfuerzo grande y continuo para atisbar los signos de los tiempos y conocer la voluntad de Dios.

Hay tres tipos de personas particularmente sensibles para captar los signos de los tiempos: son los pensadores, los poetas y los santos. No importa el orden en que los coloquemos. Estos tres pertenecen al selecto grupo de la gente sensible para captar los signos de los tiempos.

Naturalmente, en estos tres no entran los políticos, aunque pueda haber honrosas excepciones. Quedan descartados. Metidos en el ruido y en los negocios del mundo, es difícil tener, como en un violín, las cuerdas bien templadas para sentir las vibraciones más sutiles y sensibles de la humanidad.

El Espíritu de Dios que conduce la historia de la salvación sigue revelándose, en primer lugar, en la Iglesia. De ahí que el concilio Vaticano II haya intentado identificar los problemas principales del mundo de hoy, y haya expresado su posición diáfana en constituciones y decretos. Otra cosa es que el “mundo de los ruidos y voces inconexas” quiera enterarse. El ser humano necesita, como del alimento diario, de la espiritualidad. Es la espiritualidad la que da sentido al ser humano llevándolo hacia su destino transcendente y eterno. Y la Iglesia no ha dejado de recordarlo en sus dos mil años de historia.

Cristo va realizando la Salvación, de modo muy particular, en la Iglesia. De ahí que la Iglesia, que no sabe de fronteras porque es universal, ni es patrimonio de nadie porque es de todos y para todos, hermane a todos los seres humanos sin distinción de colores, razas, lenguas, nacionalidades, culturas, incluso religiones, tratando de ayudarles a conseguir la salvación que Dios en Cristo ofrece a todos sin excepción.