Oir y escuchar

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es

 

 

          En varios pasajes del evangelio se resalta la amistad que Cristo tenía con tres de los apóstoles; eran como sus predilectos, sus hombres de confianza. Sus nombres: Pedro, Santiago y Juan.

En cierta ocasión, ya en la proximidad de la pasión, se los lleva a lo alto de una montaña. Probablemente el monte Tabor. Allí Jesús se transfigura, su ropa resplandece de modo deslumbrador. El evangelio dice que Jesús está conversando con Elías y Moisés. Misteriosa teofanía. Paroxismo del asombro para los apóstoles, sobre todo para Pedro; éste en el colmo de su asombro exclama: “Voy a hacer tres tiendas, una para Elías, otra para Moisés y otra para ti”. De él mismo y de sus compañeros ni se acuerda. “Qué bien se está aquí”. Y naturalmente, si se está tan bien, pues nos quedamos aquí, y ya. Pero puntualiza el evangelio que estaba fuera de sí, que no sabía qué decía.

Se trata de una experiencia de fe, inenarrable, indescriptible, lo que los apóstoles sienten o experimentan. Cristo deja intuir, que no ver, su divinidad, y por consiguiente, su triunfo en un futuro ya cercano, sobre la muerte: su resurrección y glorificación.

Testigos atónitos, los apóstoles. Pero en cuanto Pedro toma la palabra, la visión desaparece. Y Cristo los manda descender a la llanura, es decir, a la cotidianidad. Y un mandato expreso: “No contéis a nadie la visión, hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos”.

Extraño modo de proceder de Cristo. ¿Por qué no contar una experiencia tan fascinante y única? La respuesta es sencilla. Porque es una experiencia de fe. Y la fe se tiene o no se tiene. Se experimenta en la medida que se tiene. Y resulta que los apóstoles comienzan a entender a Cristo, y por consiguiente todo lo relacionado con la fe, a partir de la resurrección. La fe no es para contarla, la fe es para vivirla. Valga un ejemplo trivial: por más que una persona esté viendo comer a otra, con sólo ver no se alimenta. Con la fe sucede lo mismo. Por más que me cuenten, si yo carezco de fe, nada entenderé. En cambio, a partir de la resurrección las cosas cambian, porque entonces todos estarán viviendo la misma experiencia.

En este pasaje, narrado por los tres sinópticos, una cosa llama la atención. Es cuando se oye la voz que dice: «Éste es mi Hijo amado: escuchadle».

“Escuchar” no es lo mismo que “oír”. Por ejemplo, si pasa una ambulancia por la calle, oímos el ulular de la sirena, y nos quedamos impasibles. Tantas veces la oímos. En cambio, escuchar es otra cosa. Es poner atención, es abrir no sólo el oído, también el corazón. Se escucha más con el corazón que con el oído.

Escuchar es abrir el corazón, sin prejuicios, a los demás. Preocuparnos e interesarnos por sus problemas. Naturalmente, esto no es posible si estamos encerrados en nosotros mismos, en nuestros problemas.

En realidad, este es el problema del mundo actual, y no pequeño, el no saber escuchar. Nos puede ocurrir a los creyentes. Pero ocurre con seguridad a los que no lo son. Y digo “creyentes”, no específicamente “cristianos”. El cristiano, el judío, el musulmán, al igual que el budista, etc, es ante todo un creyente. Creemos en el mismo Dios aunque a éste le demos diversos nombres, como puede ser Yahvé, Alá, o Padre, como en el caso de los cristianos.

Efectivamente, el mundo actual está perdiendo la capacidad de escuchar. El Dios en el que todos creemos es un Dios de amor, Padre de todos. Pero sus hijos no hacemos honor a esta maravillosa realidad. Y lejos de abrir el corazón, es decir, escuchar al otro, lo golpeamos sin piedad. ¿Qué es si no la guerra y la violencia? ¿Acaso Dios quiere la guerra? ¿Acaso Dios quiere la muerte de gente inocente, como pueden los niños y otras personas, sea que vivan en Israel, el Líbano, Irak, o cualquier parte del mundo?

El mandamiento de no matar obliga a todos. Y los políticos son los primeros obligados en hacer que se cumpla. Es verdad que el misterio de Dios se nos escapa. Pero también se nos está escapando, no el misterio, sino la realidad tangible del ser humano. ¿No será que nos hemos encerrado en nuestras propias seguridades y egoísmos que nos impiden acercarnos a los demás, salvo para explotarlos?