Toqué al tanteyo

Autor: Padre Juan Manuel del Río C.Ss.R. 

Correo: delriolerga@yahoo.es

 

 

El misionero acababa de llegar a Sabanagrande, Honduras. A falta de uno, dos medios de locomoción, dos, (¿les parece poco?) habían preparado al misionero para desplazarse a la aldea donde tenía que predicar la misión. A saber: Un caballo, pariente lejano de Rocinante, el amigo inseparable de Don Quijote, a juzgar por la osamenta y dientes. Y un jeep, o “carrito”, cuyo principal mérito consistía en conservar aún las cuatro ruedas en su sitio.

—¡Padrecito...! ¡Elija...!

El misionero agradeció la cortesía de aquellas buenas gentes. Miró al caballo; miró al carrito. 
—¡Uyyy…! 

Difícil resultaba la elección. ¿Cuál de los dos, si nos aproximamos al mundo de los posibles, llegaría más lejos? El misionero optó por el realismo situacional.

—¡Miren, señores, mejor me voy a pie!
—No, padrecito..., que está lejos. Mejor váyase en el carrito. Juan le llevará. 

Y en el “carrito”, dicho sea cariñosamente, o léase simplemente jeep, se fueron. 

A la mitad del camino, —¡ay, la mitad del camino!—, había que atravesar una quebrada; agua hasta los tobillos, nada más. Que si quieres. El carrito dijo que nones, que el agua y él se llevaban mal. Y en mitad de la quebrada silenció su renqueante motor. Fue un silencio como para ahogar las penas. 

El chofer se bajó parsimoniosamente. Toquecito por aquí, toquecito por allá. Pero el carrito no estaba para requiebros. Y no se inmutó. Así que, no hubo más remedio que echar pie al agua, ¡justo a la mitad de la quebrada! que, por cierto, coincidía con la mitad del camino, piedra más, piedra menos. Lo dicho, el carrito se paró. Y ahí se quedó.

—¿Qué le pasa al carrito?
—No se preocupe, padrecito; esto le sucede muchas veces. 
—¿Ah, sí...? O sea, que es un enfermo crónico.
—¿Cómo dice, padrecito...?
—¡No, nada! ¡La pila…! ¡de años...! 

Y a la mitad del camino, entre el punto de partida y el punto de llegada, el misionero cargó su maleta al hombro. Y echó a andar, y a andar, camino de la aldea, en medio de la selva, a donde tenía que llegar.

Naturalmente, cuando el misionero llegó, era ya muy tarde. Sin embargo, no le fue difícil encontrar la iglesia porque, aunque la aldea carecía de luz eléctrica, a cambio, la luna lucía en el cielo en todo su esplendor; y de la iglesia salía un reverbero de luz y de cantos. Un catequista animaba los “alabados” o cantos, acompañado de una vieja guitarra.

—¡Madre mía...!, —exclamó el misionero, admirado y agradecido de que, a pesar de lo avanzado de la hora, aún estuvieran esperándole—. 
—¡Qué gente más maravillosa...!, pensó. 

Después de un cordial saludo, y de rezar algo con todos, les dio la bendición y los mandó a sus casitas para que fueran tranquilos a descansar. Bien se lo merecían, que estarían cansados; él también lo estaba. Al sacristán le dijo:

—Hágame el favor de tocar la campana a las cinco de la mañana, para el rosario de aurora. Será el comienzo de la misión.
—Descuide, padrecito. 

Alta y hermosa, —crecida, diría el poeta—, estaba la luna. Y el misionero, naturalmente, muy cansado; así que, se acostó y se durmió enseguida. 

De pronto, oye, con notable sobresalto, que la campana está tocando con inusitado alboroto y alegría.

—¡Ay, madre...!, —musitó el misionero, incorporándose rápidamente del camastro—. ¡La gente ya debe estar en la iglesia, y yo dormido aún...! 

Tomó su linterna, salió a la calle. Silencio bajo el cielo estrellado. Mejor dicho, no. Los perros ladraban al sonar de las campanas. Fue entonces, ¡entonces!, cuando se le ocurre acercar el reloj a la linterna.

—¡La una…! ¿Pero qué es esto? ¿Entonces…? ¡La campana no va conmigo...!, —se dijo.

Cuando amaneció, que para el misionero y su cansancio fue pronto, se acercó a la iglesia, y preguntó al sacristán:

—¿Por qué sonaban tan alegres las campanas a la una de la noche...?
—¡Ay, padrecito…! Es que..., no tengo reloj. ¡Y toqué al “tanteyo”...! 

“¡Toqué al tanteyo…!”. ¡Oh, inocencia bautismal!, pensó el misionero para sus adentros, tras aquella noche, tan breve, pero tan copiosa de estrellas y de campanas. 

Una conclusión sacó. Igual que el empleado “bueno y fiel” del evangelio, aquel sacristán había pasado la noche en vela; y encaramado en lo más alto de la torre de la iglesia, para poder tocar la campana de la misión a tiempo. 

Sin duda que esa noche pudo contemplar a sus anchas el palpitar de las estrellas desde un mirador de excepción y de honor: el campanario de la torre de una iglesia humilde, en medio de la selva, donde las campanas son aliadas de las estrellas; y un sacristán, sin reloj, resulta ser el empleado bueno y fiel del evangelio.